Capítulo 23

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—Me llamo Skai Mitmand y vivo en San Francisco. Tengo una hermana ocho años mayor que yo. Ella se llama Lena. Mi padre es Cedric Mitmand y mi madre Dalila Mitmand. Tengo sueños raros y no tengo amigos. Estoy aquí porque a veces me olvido de quién soy o de dónde vengo y necesito recordármelo constantemente.

Recitaba con un leve susurro de nuevo los mismos versos mientras balanceaba nerviosamente las piernas esperando su turno para entrar a la consulta del psicólogo, el doctor Habsburg. Sus padres la llevaban allí todas las semanas desde que, a los seis años, comenzó a tener ocurrencias, a su parecer extrañas. La gente de su entorno pensaba que estaba loca, por ello, nadie se acercaba a Skai. Ella sabía que era especial, siempre lo supo, por eso no le importó que ellos la menospreciaran. Estaba segura de que algún día podría ser ella misma sin que la mirasen mal.

Su madre observaba con recelo sus piernas balancearse, posó su mano sobre una de ellas y la miró con seriedad. Sus ojos azules tan cristalinos que parecían transparentes le advirtieron, no necesitó más para agachar la cabeza y dejar de mover las piernas.

—¿Por qué estás tan nerviosa, Skai? —preguntó.

Se encogió de hombros al tiempo que retorcía los dedos. Siempre se ponía nerviosa cuando acudía a aquel lugar. No le gustaba. Era muy desagradable sentirse tan expuesto, tan frágil. Sin embargo, aquel día su malestar era diferente, más amargo. Le pasó una mano por la espalda para reconfortarla, pero no lo consiguió.

—Mamá, ¿crees que algún día encajaré en algún lugar?

Se giró hacia ella, así permanecieron mirándose con una profundidad impropia de su relación. Así era ella; soltaba lo primero que se le pasaba por la cabeza. Y así era su madre; siempre se quedaba sin palabras.

—Hmmm, claro, Skai. ¿Pero qué pregunta es esa? Tu lugar está con nosotros.

Sacudió la cabeza. No le convencía esa respuesta. Iba a contestar, pero entonces la puerta de la consulta se abrió. Salió el paciente que había estado algo más de una hora ahí dentro y se escuchó su nombre.

—Te toca, cariño —observó su madre—. Yo vuelvo en un rato.

Asintió y fue a reunirse con su destino. Entró en la consulta para que su viejo doctor la recibiera con un asentimiento de cabeza distraído. Siguió escribiendo en su cuaderno, se pasó una mano por su escarolado pelo blanco y dijo con voz ronca:

—Siéntate.

Miró hacia el sillón negro del centro de la sala, avanzando hasta él para hacer lo que le había indicado. La estancia era pequeña y estaba bien iluminada por un gran ventanal, decorada con carteles sobre el cuerpo humano, que le gustaba observar porque era una forma de conocer cómo eran los humanos, cómo funcionaban. Quizás así podría saber cuál era la razón por la que el mundo rehuía de ella. Al fondo había una estantería con libros y un cerebro de yeso. Se conocía esa habitación como la palma de su mano. Había pasado demasiadas horas allí.

—¿Cómo ha ido la memoria esta semana?

Por fin levantó la vista y clavó su mirada en ella. Los pozos negros que tenía como ojos, siempre la habían intimidado, pero entonces la sensación se fortificó con un escalofrío. Trató de ignorarlo concentrándose en recordar qué le había ocurrido desde la semana anterior.

—Creo que bien, solo olvidé a Lena dos veces el miércoles y perdí el bocadillo en la escuela el jueves.

El psicólogo asintió anotando en su cuaderno con rapidez.

—¿Esos días qué soñaste?

Tragó saliva mientras asentía lentamente. Las imágenes de aquellos sueños oscuros le asaltaban la mente como un vendaval, como si le golpeasen la cabeza con su brutalidad. Imágenes oscuras. Criaturas oscuras. Oscuridad en la oscuridad. El carraspeo del doctor Habsburg la hizo volver a la realidad con un veloz parpadeo.

Sombras del tiempoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora