Pista 42: Voy a olvidarte (03:20)

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—Lo siento, Amelia.

—Bájate.

—¡Amelia! —dijo en un grito ahogado que parecía una súplica.

—Luisita, bájate, por favor.

Abrió la puerta del copiloto siguiendo mi orden y salió del habitáculo con el semblante de un soldado que había perdido la guerra.

—Amelia, cuando te calmes y pienses en esto, sólo qquiero que sepas que yo nunca quise hacerte daño.

—Lo sé, de verdad que lo sé. —Mis ojos buscaron los suyos—. Sólo necesito estar sola.

—Vale. Hasta luego, Amelia.

—Hasta luego.

Luisita cerró la puerta del coche y caminó la distancia que la separaba del portal sin mirar atrás, al ritmo que le permitían sus piernas y su nuevo bastón.

Mierda, mierda, mierda, mierda.

Dejé escapar una lágrima que era de decepción, que era de traición por una relación que había sido una farsa, pero que también era de dolor por Luisita. Volví la vista hacia ella, que a paso lento ya casi llegaba al portal.

No dejes que se vaya.

¿Qué había hecho? Había dejado que la rabia que debía dirigir hacia Sara se proyectara contra Luisita. Le había dicho cosas horribles a la única persona a la que no quería lastimar por nada del mundo, a la que trataba de proteger de la Amelia insegura y aterrada.

El teléfono volvió a sonar.

—Sara, me pillas un poco mal —contesté sin saludar.

—Bueno, no te preocupes. Otro día.

—Espera, la verdad es que quiero verte. Puedes usar tus llaves y entrar en casa. Seguro que Bruc se alegra de verte.

Volví a mirar hacia Luisita, ya no estaba. Me puse nerviosa.

—¿No te importa? —preguntó.

—No. Luego te veo, es que tengo que hacer algo importante antes. Te tengo que dejar. —Colgué el teléfono sin esperar una respuesta al otro lado de la línea.

Salí del coche y empecé a correr hacia el portal.

—Sujéteme la puerta, por favor —supliqué, casi sin aliento, al octogenario que salía del edificio.

El vecino se apartó a un lado al verme.

—Tenga cuidado, señorita. Se puede caer.

—No se preocupe. Gracias.

Los dos ascensores del pasillo de la derecha cerraban sus puertas.

Entré en el primero, cruzando los dedos para haber elegido el correcto.

Luisita estaba en una esquina, con el cuerpo apoyado de lado en la pared del fondo y la frente en contacto con la superficie del espejo, que devolvía la imagen de sus lágrimas deslizando por sus mejillas. Era culpa mía.

—¡Amelia! —dijo limpiándose la cara con las manos.— ¿Qué haces aquí?

Salvé ese paso que aún nos separaba, para encontrarme en la esquina de ese ascensor con aquel cachorro herido de ojos vidriosos. Acerqué mi cuerpo al suyo como si volviéramos a encontrarnos en nuestro campo infinito de margaritas, como si Carmen aún no hubiera aparecido, como si nada de lo que ocurriera después hubiera pasado aún. Podía notar la respiración de Luisita chocando contra la mía, podía sentir los golpes de su corazón contra mi pecho mientras nos mirábamos a los ojos. Ambos llenos de culpa y dolor por lo que acababan de vivir minutos antes. Sujeté la cara de Luisita con ambas manos buscando el valor que me había faltado todo este tiempo, mientras dejaba caer las corazas y luchaba contra mis miedos.

Eternal FlameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora