Pista 41: Hoy necesito (03:50)

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Llegué a casa pasadas las once. Sabía que al día siguiente tendría que madrugar, pero estando con Luisita, el tiempo pasaba tan rápido que sólo deseaba que los minutos tuvieran más de sesenta segundos. El tiempo era relativo cuando estaba a su lado, una hora podía ser tan sólo un pestañeo.

Subí a casa simplemente para recoger a Bruc y dar el último paseo del día. Me coloqué los auriculares y me adentré en la noche, subiéndome las solapas del abrigo para ceñírmelas al cuello.

¿Qué? ¿Ahora cómo estás?
Plantada por tu historia acabada
Y frente a ti la enorme cuesta arriba
Te sientes algo sola
Sin nadie que se siente a escucharte
Que comprenda tu situación.

La melodía de «Escucha tu corazón» volvía a recordarme que cada canción es colocada de manera milimétrica en el universo para que llegue a ti en el momento exacto.

Cree en ti, escucha en silencio
Tu corazón te curará las heridas
Mira dentro de ti misma y entonces
Prueba a volar donde el dolor no te siga.

Me senté en el banco del parque a escuchar atentamente a Laura cantarme al oído que no podía rendirme, que tenía que vencer el miedo, que tenía que seguir hacia delante, mientras Bruc visitaba, uno a uno, todos los árboles que encontraba a su paso.

Cada vez que dudas y que no sabes
Prueba a escucharle, tu corazón sí que sabe
Tú, prueba a escucharle
Tú, tú, tú, tu corazón sí que sabe
Tu corazón sí que sabe

Apagué la música y contemplé, en silencio, el cielo despejado y la luna, que casi había completado su fase, y parecía mirarme triste desde lo alto. Era imposible ver las estrellas debido a la contaminación lumínica de la ciudad, así que las busqué en mi muñeca, allí donde Luisita había colocado ese inesperado obsequio. No sabía si me sorprendía más que se hubiera acordado de mí, o que eligiera exactamente lo mismo que yo para ella. ¿Cuántas posibilidades había de que ocurriera eso? ¿Una en un millón? Deslicé mis dedos por la pulsera, sin poder olvidar la cara de Luisita cuando nos entregamos los regalos, sin poder desprenderme de la sonrisa que se me dibujaba en la cara y con una sensación muy agradable en el pecho, que me mantenía en calor, incluso en aquella fría noche de invierno.

No le había dicho que había roto con Sara. ¿Por qué? Supongo que no era el momento. Yo había ido a pedirle perdón, a terminar una conversación inacabada y a recuperar su amistad. Hablar de Sara era lo último que quería hacer. Aun así, sentía que le estaba mintiendo.

Una vez de vuelta en mi piso, solté las llaves en el cuenco del recibidor y avancé por el pasillo, entre esas cuatro paredes que ahora eran sólo mías; mías y de Bruc.

No me había percatado, cuando volví de casa de mis padres, de lo vacío que parecía todo. La torre de CD había perdido aquellos que no me pertenecían, que no volvería a escuchar; la librería mostraba una gran cantidad de espacios vacíos, con algunos libros tumbados, que se deslizaron al retirar otros, como caídos en combate; el despertador de su mesilla de noche ya no volvería a sacarnos del más profundo de los sueños; la ropa que ocupaba su parte del armario ya no pendía de las perchas, que colgaban solitarias; mi cepillo de dientes había perdido a su compañero y parecía lánguido en aquel vaso donde siempre habían bailado juntos.

¿Y yo? Por primera vez era consciente de que Sara se había ido para siempre. Su ausencia era tan grande que ocupó todo el espacio, que consumió todo el aire. Apoyé mi espalda contra la puerta del baño mientras éste se hacía más y más pequeño. Sentí que alguien se sentaba sobre mi pecho y empecé a respirar con dificultad. No había tenido nunca un ataque de ansiedad, pero esto se parecía a uno. Coloqué mi mano sobre el abdomen para centrarme en realizar una respiración diafragmática. Mi cuerpo se deslizó por la puerta hasta que quedé sentada en el suelo. Intentaba ralentizar mi frecuencia respiratoria dentro de ese habitáculo que iba menguando, atrapándome como en una caja de cerillas. Mi corazón bombeaba con fuerza y no tenía el control sobre mí misma o sobre lo que estaba pasando. Entonces escuché el tintineo de la pulsera en mi muñeca, y el recuerdo de Luisita apareció delante mí, con su sonrisa tímida, retirando la mirada cuando nuestros ojos se encontraban en aquella mesa donde no estábamos solas, pero donde yo no veía a nadie más. Me llevó sólo un minuto dejar de hiperventilar y que mi ritmo cardíaco se recuperara. Ella, sin hacer nada, me sacó de aquella espiral de angustia en la que acababa de caer sin poder evitarlo.

Eternal FlameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora