Tom lloraba. Me siento tranquila cuando lo hace. Porque veo que está despierto, que está vivo. Que lucha, dando patadas y manotazos al aire, reclamándome con sus gritos su alimento, mi seno.
En la clínica, el personal que me atendía y las otras madres que habían dado a luz recientemente me miraban con lástima. Todas las personas compartían una misma expresión: la cabeza ladeada, los ojos brillosos, las cejas levemente afligidas y una sonrisa amable.
Pero no pecaré de hipócrita, porque reconozco que las escenas que veían esas personas sí eran dignas de lástima.
Al principio, cada vez que tomaba a mi bebito en brazos, me embargaban un montón de sensaciones, las lágrimas me saltaban instantáneamente y solo quería atraerlo a mi pecho, sentirlo y ser consiente de que estaba conmigo. Solo conmigo. La gente, claro, me veía llorando desconsolada, con mi criaturita, mi Tom, pálido como su madre, respirando lentamente, durmiendo tan tranquilo como para parecer muerto.
Dijeron que había sido un milagro que viviera.
Yo lloraba y lloraba. Sin ni siquiera sentir real tristeza. Era una emoción extraña, un sentimiento que me superaba. Comenzaba a pensar muchas cosas, en su turbulento nacimento en el hostal, allí en mi habitación y cama arrendada. Un recuerdo compuesto de escenas que pasaban en mi cabeza como una cinta de vhs rota: un West paranoico, el golpe de una bofetada, un cielo cubierto de nubes blancas esponjosas, mi breve muerte, Noni ensangrentado... y finalmente Tom en mi pecho. Vivo. No lloraba.
En ese momento tampoco lloraba.
Después pensaba en los peligros. Me obsesioné con ellos. Comenzaba a imaginarme escenarios donde sufría un accidente o yo hacía algo mal. «Se caerá de la silla, se caerá de la cama o la cuna. O se le caerá algo encima», en todo eso pensaba. Y en las noches, me levantaba presa del pánico, iba a buscar a mi bebé a su cunita al lado de mi camilla y lo tomaba. Lo acurrucaba en mi pecho y lloraba en silencio. Le pedía perdón desde ya por las veces en que lo haría mal, por las veces en que tendría que ser estricta para corregir sus maldades y por no haber sido una buena persona antes de tenerlo.
Sollozaba al pensar si es que ni siquiera llegábamos a hacer eso. Si mañana amanecía muerto. Tan pequeño era, tan tranquilo.
Ahora lloraba en la cama. Sus gritos me erizaban la piel.
Lo tomé con un brazo, mientras apretaba la goma succionadora del sacador de leche con fuerza, sin lograr que saliera nada.
Karmel había salido con Aníbal y West estaba de turno. Ya veía que los demás residentes vendrían a reclamarme por el llanto de Tom.
«Los echo a patadas» me dije.
La puerta estaba semiabierta, había quedado así cuando fui a la cocina a buscar una madadera.
Le dejé expuesto mi pezón a Tom para que al menos se conformara con chupar algo. Un efecto placebo para su hambre. Pensé en todo lo que no había previsto. En que debería consultar con el pediatra otra vez sobre las leches de formula y en que se me había olvidado todo.
Tom me soltó y comenzó a llorar otra vez.
Debía alimentar a Tom. Doblar su ropita. Comer algo yo. Investigar sobre la fórmula. Mala madre. Mala madre. Mala madre.
El sol entraba a destajos por la habitación. Eran las tres o cuatro de la tarde. Y estaba sola. Tom lloraba. No se había alimentado. No nos habíamos alimentado... Y estaba sola.
Sentí a alguien bajando las escaleras. Después a ese alguien dejar algo en la mesa de la cocina y abrir las lavadoras de la logia.
Noni.
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Sigue el camino de las hormigas
Teen FictionWest estudia enfermería y trabaja, pero a un costo que es preferible abstenerse de explicar. Es buena persona, pero su apariencia similar a la de un reo no es de mucha ayuda. La persona que más amaba murió. Y no sabe del paradero de su hermana hace...