Capítulo. XXXIV

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—¡¡Ansel!! —me grita el guerrero presumido.

En el instante que giré mi cabeza para verlo una espada enterró su punta afilada entre la arena. No la alcanzo ni aunque me estire un poco.

El viento sopló y el soldado dorado se tambaleó por el peso, intenté alcanzar la espada en un movimiento ágil pero estaba muy lejos. De la arena que moví surgió una cabeza oscura de una serpiente, la tomé y con toda la fuerza que me permitía dar mi cuerpo se la lancé a la cara a la vez que me ponía de pie. Para mi sorpresa tenía hermanas, y cuando la desenterré de la arena un cuerpo curvo y duro se reveló rebelde lleno de estos seres escurridizos. El casco del caballero se deformó, había dejado más que un rasguño sobre él. La alabarda lo hizo tambalearse hacia atrás, tomé la espada y con un impulso de mi pierna me alcé para golpear su cabeza de nuevo.

Soltó su arma y la dejó a cargo de la otra mano mientras se reincorporaba, me acerqué de nuevo ágilmente y un grito me alarmó.

—¡¡Abajo!!

El filo de la alabarda rosó la punta de mis cabellos, cortándolos firmemente, mientras yo me tiraba al piso acotando la orden dada. Cubrí mi cabeza con la espada y a mi lado tembló la tierra. Un golpe pesado de metales contra la arena fina me asustó, miré a todos lados y el gigante yacía tendido en el suelo. Amarrado de sus brazos a su torso con una cadena plateada, y cuatro armas indefensas en las puntas de esta. Miré a los hermanos y Nazaire esperaba atento a las espaldas del jadeante Maël por su técnica tan pesada para lanzar las cadenas.

Peligrosamente se les acercaban dos hombres que aún no terminaban su turno de pelear, con una lanza y una espada pensaban lastimarlos. Me levanté, me aferré a la espada y tomé el escudo lleno de serpientes en mi camino hacia ellos. Me di cuenta de que mi cabeza es libre, en mis ojos ya no tenía esos límites de hierro viejo y me acostumbré a la deformación de mi armadura para poder respirar libremente.

Pisé un cuerpo de un soldado dormido por un traumatismo y me alcé en los aires como si fuera una pluma sin peso alguno sobre ella, el tiempo se detuvo ante los ojos de todos pero en los míos solo estaban esos soldados que no se rendían ni al ver el ambiente tan extraño que habitaba este lugar.

De un golpe con el escudo desgastado mandé al piso al dueño de la espada, el lancero, que apenas y alcanzaba sus pasos, se detuvo estrepitosamente al verme parada sobre el cuerpo de su compañero. El viento me regaló una caricia en esos segundos, lo miré de reojo y levantó su lanza.

—¿No piensas rendirte? —le pregunté al hombre en voz baja, furiosa sin razón alguna.

Un jadeo quiso salir de sus labios pero antes de permitírselo corté su lanza por la mitad, el filo de la espada es tan limpio que no tuve que usar mucha fuerza para deslizarla. Alzó su guardia, defendiéndose con un pedazo de madera y otro igual con una punta de lanza; alcé el escudo como si intentara golpearlo, solo para distraerlo, y así en mi oportunidad rajar los puntos expuestos de sus piernas. En cuanto cayó de rodillas al piso bajé el escudo con fuerza en su cabeza para mandarlo igualmente al suelo y que besara apasionadamente la arena filosa.

Giré sobre mis talones y el sol iluminó mi rostro, ya había caminado la mitad de su sendero para irse a ocultar. El caballero dorado se levantaba como podía, lo miré atenta y corrí hacia él sin aviso alguno. A una distancia considerable le lancé el escudo con una fuerza irreal proveniente de mi furia, y en el proceso de caer miré su casco refulgente salir volando por los aires. Alcé la espada y cuando me detuve tambaleante frente a su rostro la enterré al lado de su cuello, en un punto invisible donde no puedo hacerle daño.

—¿Por qué no me atravesaste? —me pregunta el rey, con su cabellera dorada más larga que la última vez que lo vi, acompañado de una media sonrisa ensangrentada por los golpes.

El Caballero de la Reina I [La Infancia]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora