Mavra A. Domènech Fallon
Aunque el día de ayer fue divertido no pudo durar para siempre.
—Dabria, ya me tengo que ir —le aviso, mirando el ventanal de su recámara.
—No quiero que te vayas —me replica.
—Ni yo... pero no importa porque lo valió totalmente. Pronto volveremos a salir con el profesor y los otros tres, hay que aprovechar eso también. —Sonreí inconscientemente por el recuerdo que atesoro de ella en el mercado, giré mi cabeza para verla y la abracé más apretado.
Ella se escurrió entre mis brazos y casi se unió a mi cuerpo, pero no fue suficiente para fundirnos juntas.
No ha cambiado nada y me alegro de ello, aún las cobijas y sábanas alborotadas están a nuestros pies y yo puedo andar libremente por todo el castillo con tal de encontrarla.
—Te tengo que confesar algo —espeto.
Alzó su cabeza y la sacó de mi pecho, sus ojos temblaban por no saber a donde mirarme. Le regalé una sonrisa pequeña y besé su frente.
—Estoy desarrollando un cariño por ti, como el que tengo por mi hermano, y no sabes lo feliz que me hace eso.
—Yo también te tengo un cariño inmenso, supongo que es parecido al que le tienes a tu hermano —me responde.
—Me alegra saberlo. —Le di unas suaves palmadas en su hombro para que zafara su agarre.
Soltó un suspiro y escondió su rostro en mi pecho de nuevo. Le di otro beso en la cabeza y me despedí. «Regresa pronto y cuídate, por favor», me dijo antes de que desapareciera de su vista.
Corrí hacia el cuartel, porque el sol ya se marchaba a ocultarse, y rogué por que el castigo no fuera tan malo. Antes de llegar me topé con un muro sin terminar, había personas trabajando en él pero estaban muy arriba como para preguntarles qué estaba pasando. No desperdicié más tiempo y me dirigí al cuartel.
Las carretas ya partían, a lo lejos pude ver como los hermanos desaparecían en las inmensidades del bosque vreoneano. No miré al presumido con ellos y se me hizo un poco extraño. Entré al cuadrilátero y esperé lo peor.
—¡¡Todos fórmense ordenadamente en una sola línea!! —manda un hombre.
El trote pesado, los relinchos y los bufidos de los caballos me enterró profundamente en la tierra. Hoy entrenábamos para las justas. Giré sobre mis talones y a nada de desaparecer fuera del cuartel alguien gritó mi apellido.
—¡¡Domènech!! ¡Llegas tarde!
Suspiré con tal de que mi alma abandonara mi cuerpo y pudiera morir justo ahora, pero no funcionó. Me asignaron un caballo, que para mi sorpresa era la yegua que llevé a la salida con la princesa.
—¿Sabes cómo jinetear? —me pregunta el hombre que me estaba acomodando los pies en una extensión de la silla.
—No —le confieso en seco.
—Entonces ten cuidado y aprende de los demás, por mientras, y nunca saques los pies de los estribos, créeme que eso es lo último que vas a querer hacer —me advierte, dándole palmadas a los zapatos que me regaló mi profesor.
No debí de traerlos, y me golpeé internamente por eso. El hombre tomó una parte de la rienda y arrastró a la yegua a la fila donde estaban todos los caballos. Me colocó en medio de dos caballeros, que se abrieron en cuanto llegué, y me miraron raro.
No dudo en que no haya ninguna yegua aquí, todos los caballos son muy musculosos y casi todos son de un café oscuro. Al contrario de todos los demás la yegua es negra con manchas blancas en las piernas traseras. Los caballos se le acercaron a la cara para olerla y ella bufó para alejarlos, a pesar de ser más pequeña sabe cómo defenderse.
ESTÁS LEYENDO
El Caballero de la Reina I [La Infancia]
Ficção HistóricaMavra es una pueblerina que vive en la capital de la nación Vreoneina, Cos d'or, el cementerio de los más valiosos minerales y piedras preciosas. Con un pasado confuso vive bajo el manto de aquellas personas que considera su familia, aquella que se...