Capítulo. XVI

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—Perdón por la intrusión, mi rey. Pensé que requería la presencia de Ansel lo antes posible —anuncia el mayordomo un poco apenado.

—Se podría decir que así era pero igualmente pudieron tomarse su tiempo, aunque es bueno que llegarán mucho más temprano de la hora debida —le responde el rey—. Llame al bibliotecario por mí, por favor, mayordomo.

—Claro que sí, mi rey.

—Tú y yo tenemos mucho que estudiar —señala mirándome el monarca.

—Sí, su alteza —acoté.

—¿Sabes leer? —me cuestiona.

—Sí, majestad.

—¿Escribir?

—Aún no, una disculpa —le replico.

—Con que sepas leer funciona —me aclara.

El rey tomó varios libros de los estantes, se alejaba y regresaba, iba a perderse en el laberinto de muebles llenos de libros y volvía para dejarlos en la mesa.

—¿Puedes moverte sola? —me pregunta a mis espaldas, aún me encontraba en la misma esquina en donde el mayordomo me dejó.

—No, su majestad —le respondo mirando los estantes.

—Bien, es hora de que aprendas porque también mañana vas a estar en esa silla —me anuncia; puedo escuchar como hojea los libros sobre la mesa detrás de mí y yo sé que no va a ayudarme para nada.

No tenía ni idea de como moverme sin usar las piernas, miré las ruedas debajo de las sillas y me puse a pensar en como me iba a mover de aquí.

«¿Qué puedo hacer para avanzar unos cuantos metros?», pensé.

Pasaron unos minutos y el rey aún seguía leyendo a mis espaldas. Miré por última vez las ruedas a mis costados y la única forma razonable para moverme es forzar las ruedas a crear su movimiento característico.

—¿Puedo usar las piernas? —le inquiero.

—Sí, pero no tus pies.

No tiene sentido porque yo no estoy acostumbrada a hacerlo de esa forma por no tener esa necesidad, así que recurrí a mi plan. Me desparramé en la silla y dejé mis hombros justo debajo del soporte para brazos, tomé las ruedas con mis manos e intenté moverlas. Son delgadas y en el centro tienen varillas de acero un poco oxidado para darles más soporte, metí los dedos entre las varillas y jalé hacia enfrente lo más fuerte que pude.

—¡Logré moverme! —alcé la voz entusiasmada.

El rey me siseó y le hice caso.

Sostuve firmemente la rueda derecha y comencé a empujar la izquierda hacia enfrente, como si fuera un compás giré y por fin pude verle la cara al rey. Gruñí por raspar los pulpejos de mi mano, pero lo logré. Con su cabeza baja, en la misma posición de lectura en la que estaba, su libro en mano y sus ojos mirándome, simplemente exhaló.

—Muy bien, Ansel —dice en voz alta mientras me aplaude y esboza una sonrisa.

Me acerqué hasta la mesa e hice que mis rodillas chocaran con la base así no habría mucho espacio de sobra, me senté derecha de nuevo y miré al rey seria. En un parpadeo su rostro se relajó ocultando cualquier expresión, me sorprendió como puede cambiar sus gestos en cuestión de segundos. Dejó un libro frente a mí y me miró desde su posición, cruzó los brazos sobre su pecho y exhaló. Era extraño verlo así, ningún aspecto gritaba que era el rey de esta nación; con su camiseta holgada y esos pantalones rojizos me juzgaba con la mirada.

—¿Qué tan rápido puedes leer ese libro? —me inquiere.

Tomé el libro oscuro, examiné su portada con letras doradas que no lograba entender porque estaba en un tipo de caligrafía que desconozco, y abrí la hoja del índice que especifica que el libro tiene quinientas setenta y seis páginas.

El Caballero de la Reina I [La Infancia]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora