Capítulo. XXIII

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Siglo XVII, 1687, 28 de junio
5:30 A.M.

Desperté soñolienta, aún con los ojos cerrados me senté sobre la cama y escuché a los sirvientes ir de un lado a otro. Miré mis piernas y mis pies vendados no se veían tan mal, el vestido sedoso rozaba mi piel y los pequeños vellos de mis piernas se movían junto a la seda.

—Buenos días, caballero —me saluda una dama.

—Buenos días —respondí asintiendo con la cabeza suavemente.

Unos pasos rápidos por fuera de la habitación se robaron mi atención, entre más se acercaban más lentos eran y ni hablar de lo ligera que se escucha esa persona. No tardó en abrirse la puerta y aquella voz encantadora embelesó mis oídos.

—Ansel, ¿estás lista? —me cuestiona carismático.

Con el pulpejo de mis dedos tallé mis párpados y abrí otra vez los ojos lentamente, miré al mayordomo para regalarle una sonrisa.

—Creo que sí —respondí en un bostezo.

—Vamos, arriba, primero iremos al área de aseo y después con el doctor —me anuncia.

Busqué la silla con ruedas y la tomé del soporta brazos para acercarla a la cama, el mayordomo ya no me preguntó si necesitaba ayuda, él simplemente me la entregó. Me apoyó, pasando de la cama a la silla ágilmente y nos marchamos fuera del área de servicio.

—¿Qué terminaron haciendo tú y el doctor ayer, Ansel? —me inquiere mientras caminamos por los pasillos.

—No mucho, fuimos a un salón de juego donde tenían un billar y después me llevó por varios lugares del castillo del ala izquierda.

—Ya veo, suena a que se divirtieron —expresa alegre.

—Sí —le respondo tranquila para que en cuestión de segundos se me venga algo a la mente—. ¡Señor!, ¿cómo se lleva con el mayordomo del ala contraria?, parecen muy buenos amigos —exclamo interesada en su respuesta.

—Buenos amigos —señaló entre risillas cantarinas—. Sí, crecimos juntos, pero cuando ya estábamos terminando nuestra etapa de niños me llamaron para servir al castillo. Tiempo después le mandé una carta diciéndole que si le interesaba trabajar aquí porque me preguntaron quién podría ser el otro mayordomo, ya que yo no podía con todo el castillo, y lo recomendé a él —me explica—. Fueron tiempos frágiles, pero te hablo de casi cuarenta años atrás —espeta riéndose.

—Entiendo —declaro pensativa.

No tardamos mucho en llegar, los pasillos perdían su encanto y sus extravagancias notoriamente. El mayordomo tocó la puerta dos veces con sus nudillos y una dama la abrió.

—Buenos días, señor —lo saluda con una reverencia.

—¿Cambiaron la hora sin avisarme? —le cuestiona el mayordomo sorprendido.

—Se supone que usted fue el primero en saberlo, mayordomo —le responde la joven tartamudeando.

—No lo sabía, ¿el rey lo ordenó así? —le inquiere.

—Sí, señor.

El mayordomo giró sobre sus talones refunfuñando para mirarme.

—Ni siquiera me dieron tiempo para explicarle —le dice molesto, volviendo a mirar a la dama.

—Mil disculpas, no tenía ni idea de que usted no estaba al tanto —le expresa cabizbaja.

—Está bien, creo que lo más conveniente es que lo hagamos más tarde, por ahora necesito llevarla con el doctor Salvatore y después con el rey, no sé por qué lo cambió si tenemos una mañana apretada —espeta extrañado para empujarme dentro del cuarto de servicio.

El Caballero de la Reina I [La Infancia]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora