Capítulo. XXXII

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Siglo XVII, 1697, 19 de julio
4:00 A.M.

El sargento ya comenzaba a gritar, entraba cuarto por cuarto a maldecirnos para despertarnos. Lo escuchaba acercarse, estampando las puertas donde pudiera para ser más ruidoso mientras que el cielo azulado se deshacía poco a poco de ese color tan oscuro que contrasta las estrellas nocturnas. Sus pasos se acercaban peligrosos y finalmente llegó a la recámara donde me hospedo.

—¡¡Arriba, arriba, puercas sarnosas, hoy es un excelente día para correr!! —anuncia furioso.

Un quejido por parte mía y uno que otro soldado fue la respuesta que el sargento no se quedó a escuchar, hoy la gran parte del día solo correríamos y esa era una de las agendas que más detestaba. Me senté sobre la cama y examiné mi cuerpo mentalmente.

—Oye, Domènech, ¿cómo sigue tu brazo? —me pregunta un soldado al verme despierta.

El día de ayer entrenamos la parte superior del torso, uno de los ejercicios era lanzar una bala de cañón lo más lejos que pudiéramos dentro de una pista, y para mi mala suerte mis músculos de los hombros y espaldas se desgarraron un tanto. El dolor es molesto y soportable pero te impide moverte libremente, no es la primera vez que me pasa pero prefiero el desgarre en mis piernas que en la parte superior de mi cuerpo.

—Está bien, soportable —le respondo y se marchó.

Nazaire y Maël han sido un gran apoyo estas semanas, son los únicos que me han guiado en este lugar tan desconocido y los únicos que realmente puedo llamar amigos. Al final todos intentan sobrevivir en este lugar.

Miré el cuarto a medida que los hombres salían y la luz podía entrar sin problemas a sus oscuras paredes, todo el lugar es piedra tallada por el hombre; dormimos sobre colchones improvisados y recuerdo que las primeras prendas que te dan aquí están malgastadas por lo que uno tiene que arreglarlas, a mí no me quedaban y varios soldados nuevos se tomaron el tiempo de cortar y coser las telas para que quedaran a mi medida.

Reí por lo bajo ante el recuerdo y me levanté, el calor por la noche es muy agradable, cambié mi camiseta y mis pantalones viejos por el otro conjunto que me dieron recientemente que es una camiseta de manga corta al igual que unos pantalones cortos. Corrí descalza por el pasillo que daba entrada a todos los cuartos y bajé una de las escaleras del ala derecha, me apresuré a llegar pues si se acaban el agua para asearse ya no habría más el día de hoy.

Una hilera de más de cincuenta hombres se encontraba ante un barril desbordante de agua, hombre por hombre pasaba a limpiarse la cara y otra parte del cuerpo deseado, todos intentábamos no tirar mucha en cuanto sumergíamos las manos pero no faltaba el tosco que la regaba a los costados del barril.

Me colé en la fila cuando un hombre estaba distraído hablando con su compañero, me paré frente a él y actué como si nada para que no me notara; «víbora negra» así me llaman por ser escurridiza y tener buenos reflejos dentro de una pelea. Quedaban catorce hombres frente a mí, busqué en la fila de atrás a los hermanos Borbone pero no los encontré, ellos se hospedan del otro lado y solo ponen dos barriles para cada ala por lo que muy probablemente estén allá.

Llegué al primer lugar y miré mi reflejo sobre el agua, hoy sí tenía que remojar mi cabello, con mis manos hice un cuenco y lancé el líquido a mi rostro para tallarlo con mis manos y así quitar toda la mugre. Hice otro cuenco y lo dejé caer sobre mi cabeza, el líquido cayó hasta mi espalda, dándome ese frescor que necesitaba, tomé otro y lo tallé contra mi cabeza para caminar fuera de la fila.

Miré la planta baja del edificio, la que reconocía hasta con los ojos cerrados, y no supe a donde dirigirme.

—¿Tenemos que ir afuera? —le pregunto a un soldado que estaba en la fila, al no decidirme.

El Caballero de la Reina I [La Infancia]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora