55. Alana: Encarcelada

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Vivir en una cárcel de dioses no es cómo me imaginaba. Si es que me lo he imaginado alguna vez, porque no era exactamente mi pesadilla de la infancia. Lo típico es el un monstruo debajo de la cama y no ser encerrado por dioses malvados. Aunque las segundas tendrían sentido en una persona que desciende de un dios caído.

En fin, siguiendo con el entorno: ni siquiera hay nubes. ¿Qué clase de cárcel de dioses no tiene nubes? O perros de tres cabezas paseando por ahí con la llave de la celda en una de sus fauces para que tú puedas pasar el rato convenciendo a la cabeza de que es una gran idea dártela...

Por lo menos debería haber algún héroe mítico lamentándose porque ha tenido que subir una roca por una cuesta durante milenios solo para que al llegar arriba vuelva a caer. Al parecer no soy ni siquiera merecedora de pisar el Inframundo que me traen a un sitio cutre.

¿Sinceramente? Decepcionante.

—¿Ninfa? —escucho una voz masculina que me saca de mi ensoñamiento de mirar al infinito por entre los barrotes.

—Te he dicho que dejes de llamarme eso —bufo—. No puedes tenerme encerrada y llamarme con un apelativo cariñoso. Eso es de psicópatas y da miedo.

Hunter suspira. Viene a verme siempre que puede, pero nunca entra y por sobre todo, no me toca. Y yo tampoco se lo pongo fácil. Que ¡eh! no tengo que hacérselo fácil. Estoy donde estoy por su culpa. Raro sería que le recibiera con una sonrisa y una reverencia.

—¿Cómo estás?

—¿Encerrada? —estarlo al parecer me vuelve sarcástica.

Hunter esboza una sonrisa triste y se agacha para pasarme una bandeja con comida. Nada demasiado elaborado, aunque seguro que tienen algún dios cocinero, claro que en estos momentos, paso de buscar en el gigantesco árbol genealógico griego para encontrar uno.

Alguien tras él le tiende una caja y un tablero que coloca en el suelo, la mitad del mismo dentro de la celda y la otra fuera.

—¿Jugamos una partida? —me muestra unas piezas de ajedrez.

—¿Si gano me sueltas? —agarro un peón y le doy vueltas entre mis dedos.

—No puedo hacerlo.

Me mira con tristeza antes de bajar la vista para colocar las piezas en su lugar. Ha elegido las blancas, así que es el primero en mover. Como tampoco tengo nada más que hacer, muevo un caballo. Se va a enterar de quién soy yo.

—¡Eres malditamente bueno! —golpeo el tablero un rato después tirando algunas piezas que ruedan por el suelo.

—Me enseñó Atenea —se encoge de hombros como si eso lo explicara todo y en realidad, lo hace.

—¿Por qué todavía no me has arrancado el corazón del pecho? —y no es la primera vez que se lo pregunto.

—Porque... —no parece encontrar las palabras para responderme.

Toco el collar que me regaló y que he intentado quitarme sin éxito. Como si no pudiera deshacerme por completo de Hunter. Dejo el colgante y me inclino para deslizar la reina por el tablero.

—Jaque. Tú decides si te rindes o no, Hunter.

Se marcha cuando suena un cuerno. No se rinde. Va a la batalla.

Herederos de los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora