Cada cincuenta años, diversos dioses que teníamos algo que ver con el amor nos reuníamos para charlar sobre los buenos tiempos. Era un día nostálgico y en el que siempre terminábamos discutiendo sobre quién de nosotros había creado más parejas famosas. Por supuesto, el término famoso es bastante relativo, por lo que las pelea estaba asegurada.
Estábamos disfrutando de una noche como otra cualquiera, cuando algo le llamó la atención a Astarot. La diosa de los cananeos no apartaba la vista de una pareja que había en una esquina del lugar que habíamos elegido para reunirnos.
—Astarot, ¿pasa algo? —le preguntamos aburridos.
—Todavía no lo sé. Pero creo que... hay algo divino en ese chico.
El joven era atractivo, pero no era a eso a lo que se refería Astarot. Ishtar, que nunca tuvo ni un poco de contención o sutileza, caminó con pasó decidido a la mesa en la que un grupo de seis personas jugaba a las cartas y en la que las apuestas debían de ser bastante altas. Apuestas que nuestro joven estaba ganando como si hubiera sido rociado con suerte. Y si algo sabemos los dioses, es que ningún humano tiene la suerte de su lado demasiado tiempo.
—Vaya, vaya... mira que tenemos aquí —Ishtar se sentó encima de la mesa, la mirada clavada en la pareja—. Un dios jugando sucio.
El chico no tenía una buena cara de póker, no le hacía falta para jugar pues contaba con su suerte que de repente se había truncado. Inmediatamente palideció y su cabeza se movió en busca de posibles salidas. Todos nosotros estábamos en la Tierra en calidad de poseídos, pero seguíamos siendo superiores en número, algo que notó cuando le rodeamos en apenas unos segundos.
Las otras cuatro personas de la mesa se levantaron y desaparecieron. Yo me coloqué tras la joven, que no parecía entender nada. En realidad no lo hacía, él no le había contado quién era. O mejor dicho, qué era.
Kamadeva se acercó y alzó al chico colocando sus caras a la misma altura. Qadesh fue la encargada de apartar la camisa del chico para buscar la ansiada llave que todo dios quiere encontrar. Pero no había ninguna, lo que el chico pareció encontrar gracioso.
—Parece que os habéis equivocado de dios caído. Y nada hará que os diga donde podéis encontrar al correcto. No tengo debilidades.
—Mátala —me ordenó Freyja sin ni siquiera mirarme, sus ojos normalmente cálidos y llenos de amor habían mutado para convertirse en muerte.
Ni siquiera lo pensé. La maté. Detuve su corazón con un simple toque en su pecho. Noté tres latidos tras la muerte: al parecer la chica dejaba tres personas a las que quería de verdad tras ella. La consideré afortunada, muchos ni siquiera consiguen encontrar a una y ella tenía tres personas que la llorarían. O dos, porque presumiblemente una de ellas era el chico que tenía delante y que acabaría muerto.
—¿Y ahora que dices, dios caído? —fui tan idiota como para recochinearme—. ¿Era o no era ella tu debilidad?
Tardó unos segundos en hablar, su voz ronca por el esfuerzo que hacía por no llorar, por el nudo que había en su garganta y que no le dejaba respirar.
—El amor no es una debilidad —declaró.
—El amor —intervino Freyja— es la mayor debilidad de todas.
Todos alrededor de la mesa asentimos, nadie lo sabía mejor que nosotros.
—El amor puede ser una bendición, pero también la peor maldición de todas. Maldición que tú estás sintiendo en estos momentos —y solté una carcajada que se contagió al resto, probablemente nos habíamos vuelto un poco insensibles con el paso de los siglos o lo más seguro, éramos idiotas.
—Maldición... —paladeó el joven la palabra—. Parece que sabes mucho de eso, Eros, hijo de Ares. Te maldigo a no reconocer a tu verdadero amor. Te maldigo a buscarlo por siempre y a solo reconocerlo cuando fusiones su corazón con el tuyo. Tu amor morirá y tú aprenderás a tomarte en serio el amor de nuevo.
Todos nos reímos. ¡Como si un dios caído pudiera maldecir a un dios de verdad! Pero entonces lo noté, noté que mi corazón se paraba, noté que no volvería a latir hasta que lo fusionara con la mitad perfecta. Noté que estaba maldito.
Creo que fue Freyja la que lo mató antes de que yo le arrancara el corazón del pecho. Fue el primero de muchos. Porque aquella noche empezó una búsqueda interminable en la que tuve que abandonar el Olimpo para iniciar una triste búsqueda: la de mi amor verdadero. Así, cada vez que sentía que mi corazón palpitaba de nuevo, me emocionaba al tiempo que me asustaba. Pero aunque esos corazones eran el símbolo de grandes amores, ninguno era el de mi amor verdadero.
Mujeres y hombres han muerto durante años por una maldición que creo, morirá con ella. Con Alana. Porque va a morir. En su momento. Y algo me dice que será pronto.
—Aunque siempre será demasiado pronto —escucho en mi cabeza.
Recojo el tablero de ajedrez y camino por los pasillos intentando acallar la voz que me dice que la maldición se va a cumplir.
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Herederos de los dioses
FantasyAlgunos les llaman los Caídos. Hace años, para evitar la gran guerra y con el fin de instaurar la paz, un grupo de dioses cuya procedencia es incierta, robó la estatua Dea, que había creado aquella confusión y pelea entre los seres celestiales...