64. Alana: El fin

105 4 0
                                    

No tengo tiempo de disfrutar mi entrada a la Ciudad Ancestral. Aparte de que Amy pesa bastante, tenemos que quitarnos rápido de en medio, ya que hay heridos por todas partes y gente intentando ayudarlos. Una chica algo más joven que yo y que parece ser nuestra diosa de la medicina, va de un lado a otro curando a gente con la ayuda de unas luces que salen de su cuerpo cuando descubre lo que anda mal con el herido.

Calíope me guía hasta el castillo y dejamos el cuerpo de Amy en la mesa redonda del salón. Tras eso me señala una puerta que lleva a lo alto de la torre en la cual me convertiré en un ser inmortal. De repente, estoy nerviosa.

—Yo iré a ver si puedo ayudar en algo —y se marcha antes de que pueda detenerla.

De modo que sin otra opción, me giro y empiezo a subir las escaleras. Ando con cuidado, porque los peldaños son pequeños y es fácil tropezarse. Quizás nuestros antepasados eran tipos bajitos con pies enanos.

—¡Ali! —el grito de ¿Amy? me sorprende de tal manera que pierdo un paso y me caigo hacia atrás con el consiguiente golpe.

Agradezco con todo el cuerpo dolorido no haber estado más arriba, porque la caída hubiera sido horrible. Me froto el codo y chillo cuando Amy, una Amy muy transparente al menos, aparece ante mí.

—Bien, esto era algo que se les ha olvidado comentarme —gruño mientras la señalo con el dedo tembloroso.

—Ya sé para qué sirve la estatua y cómo funciona —se acerca a mí y se agacha para estar a mi altura, al parecer no tiene tiempo para hablar sobre banalidades de la vida como el hecho de que sea un fantasma y no esté en el cielo de los ordenadores corriendo por cables y amaestrando ratones que dominen el mundo.

—Ilumíname —me toco el culo con dolor.

—Tiene el poder de conceder cualquier deseo. Cualquiera.

—¿Todo esto es por un maldito deseo? —me quejo poniéndome de pies.

—Hay un truco —y prosigue cuando la miro interrogante—. Un corazón. Un corazón mortal entregado voluntariamente a la estatua. Los genios pensaron que era una manera de protegerse y de dejar de ser un instrumento de los dioses.

Mortal. Claro. Bueno, pensaré en ello cuando me haya vuelto inmortal. Sin embargo, apenas he subido el primer escalón, cuando Amy me chista. Me giro y me señala la puerta a través de la cual se oyen voces. Al acercarme identifico una como la de mi padre.

—No vamos a aguantar mucho más —su voz suena cansada y puede que un poco desesperada.

—Hay fallas en las murallas. Pronto alguno será capaz de traspasar nuestras defensas.

Siguen discutiendo sobre cómo estamos al borde de la catástrofe, cuando escuchamos gritos que provienen de fuera. Le hago un gesto a Amy para que vaya a ver y traspasa los muros, volviendo apenas unos segundos después.

—Un tipo verde ha entrado en la ciudad si lo de verde te sirve de algo —aparece jadeante lo que me hace preguntarme si realmente puede cansarse estando técnicamente muerta—. Este lugar se ha convertido en una ratonera.

Y eso solo significa que herirán a todos, alguien robará la estatua y la utilizará para algo malo. Quién sabe, pueden hacer mortales al resto de los dioses para gobernar en soledad, o peor, directamente matarles. Matarnos.

—¿Has dicho un corazón mortal? —me giro para mirarla.

—Creo que no me gusta lo que estás pensando...

—¿Dónde está la estatua?

Por supuesto que sabe lo que estoy pensando. Lo noto en su postura incómoda y en cómo se muerde el labio para no abrir su bocaza y decírmelo. Al final, sucumbe a mi mirada fija y a los gritos de fuera.

—Sígueme.

Volvemos al salón y veo que se dirige a la mesa donde descansa su cuerpo. Lo mira con añoranza antes de subirse a la mesa y señalarme algo que hay en el centro. Corro hacia ella y salto sobre la mesa. En el centro hay dibujada una pequeña esfera que al tocarla se ilumina de un color azul brillante. Cuando deja de brillar deja un hueco al vacio.

—Tienes que saltar.

—Lo intuyo, gracias, Amy.

Estoy a punto de hacerlo, cuando el collar que se tambalea en mi cuello golpea mi pecho. Eso me recuerda algo y me bajo de la mesa. Amy me grita mientras me alejo en busca de Calíope. La encuentro ayudando a una chica, pero se separa de ella al verme.

—¿Ya eres...? —pero no la dejo terminar.

Con rapidez, me quito el collar de Hunter del cuello, que brilla un segundo y se lo tiendo. Ella me mira sorprendida y le cuesta cogerlo.

—Dáselo a la pequeña cosa que nazca. Aunque no sea resultado del amor, merece ser querido —cierro su mano alrededor de él.

—¿Eros? —escucho vagamente la voz de Calíope pero estoy tan concentrada en lo que tengo que hacer que no me detengo a pensar.

Tras eso corro de vuelta hacia la mesa y sin pensarlo salto al agujero. Desciendo apenas unos metros hasta que atravieso una pared y termino en una cámara vacía excepto por la gran y elegante estatua que se yergue en el centro. Me levanto mirándola fijamente. Es difícil recordar cómo me la imaginaba. Probablemente como un guerrero de Xian. Sin embargo, es una mujer bastante bella con el pelo al viento y unos rubís de ojos.

—¿Y cómo se supone que le doy mi corazón? —pregunto a Amy pero no es ella la que responde.

—Yo lo haré por ti.

No tengo que girarme para saber que Hunter se está acercando a mí hasta colocarse a mi lado. Me cuesta, pero al final le miro y respondo a su triste sonrisa.

—¿Cómo? —no sé exactamente a qué me refiero y prefiero que él decida a qué responder.

—Siempre he estado contigo. Con el collar, era una manera de estar juntos —se encoge de hombros, en realidad ya no importa—. ¿Estás segura de lo que vas a hacer?

Asiento con la cabeza y me giro del todo para estar frente a frente. Le miro a los ojos, que tienen algo que puede tranquilizarme. Al principio no noto cuando su mano entra en mi cuerpo, sin embargo, cuando sale, bien, duele bastante.

—Gracias —me escucho decir mientras caigo al suelo como si fuera una muñeca rota y observo cómo un brillo azul me abandona: mis poderes como diosa del agua, que esperarán a que nazca el siguiente niño de la familia merecedor de ellos.

Desde el suelo veo que Hunter da dos pasos hacia la estatua y levanta el brazo para ofrecerle el corazón. De los ojos rubís sale una niebla roja que envuelve el corazón hasta hacerlo desaparecer. Y entonces, en mis últimos momentos de vida observo cómo la estatua empieza a moverse como si nunca hubiera sido una estatua, su piel marmolea ágil y sus ropas flotando en el viento mientras sus ojos color rojo sangre se centran en los míos.

—¿Qué deseas? —su voz no suena cavernosa, como una esperaría de una estatua, sino dulce y amigable y yo no dudo en el momento de contestar.

—La paz entre los dioses —son las últimas palabras que logro decir antes de que todo se vuelva negro y temo, para siempre.





Herederos de los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora