12. Oliver: Impotentes

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Corremos a casa y nos montamos en el coche de Colin. Es rojo y llamativo como él y me río al recordar que Colin no nos deja acercarnos por si acaso le hacemos algo. Yo todavía no tengo la edad de conducirlo, así que con más razón. Lo único que he conducido alguna vez ha sido el cortacésped de la vieja Maddie que tiene al pueblo esclavizado para que trabaje para ella. Si no fuera porque hace una tarta de limón fantástica...

Alana se sienta en el asiento del conductor porque es la mayor y después de un par de intentos estamos en camino. Enseguida me doy cuenta de la necesidad del cinturón de seguridad, porque Alana, como todos en la familia, parece no entender el significado de todas las señales o lo que es el límite de velocidad.

—¿Eres consciente de que no tienes carné de conducir? —repito por quinta vez como si eso sirviera de algo e intento agarrarme a algo inútilmente.

—Calla de una vez. Tyler me enseñó el verano pasado —en uno de sus inesperados gestos amables de hermano mayor—. El carné es un simple papel...

—Necesario si no quieres ir a la cárcel —termino por ella.

Me ignora, como siempre que sabe que tengo la razón que es casi siempre. Me estiro para subir el volumen de la radio en la que un locutor habla sobre la canción número 29 de la lista de las más escuchadas esta semana. Espero que al menos eso me distraiga de una muerte inminente por choque contra un árbol o una vaca. Aunque con lo mala que es la canción número 29 de la lista, no creo yo que me ayude demasiado.

Alana pone mala cara por el alto volumen e intenta bajarlo sin éxito pues no puede apartar demasiado la vista de la carretera y su mano solo golpea por todas partes, poniendo las luces de emergencia, el aire acondicionado... Yo tatareo, la mayor parte del rato algo que no tiene nada que ver con lo que suena por los altavoces y es que mi mente tiende a ir por libre en cuanto a aspectos creativos se trata.

El camino por carretera dura más de tres horas, porque inexplicablemente nos hemos perdido un par de veces. Al parecer la voz que sale de mi móvil y que nos indicaba por dónde nos teníamos que meter no es la cosa más fiable del mundo.

Para cuando escondemos el coche cerca del pequeño pueblo en el que técnicamente está Tyler ya está anocheciendo, de modo que no tenemos que esperar mucho para entrar sin que se nos vea.

Caminamos por una acera con agujeros siguiendo las indicaciones de Amy que parece que debe de tener un satélite para ella solita a través del cual nos sigue los pasos. Su voz nos hubiera sido más útil viniendo que la del maldito gps. Estamos cerca de nuestro objetivo cuando empieza a caer una pequeña llovizna molesta. Es esa lluvia que no parece que vaya a mojarte, pero que para cuando estamos finalmente frente a la casa señalada, ya me ha calado por completo. Alana a mi lado está totalmente seca y esconde una sonrisa cuando la miro de arriba abajo al tiempo que despego la camiseta de mi cuerpo.

La casa está en el centro del pueblo, cerca del ayuntamiento y rodeada por un gran jardín que atravesamos en silencio hasta uno de los enormes ventanales. Por lo que parece todos están cubiertos por pesadas y opacas cortinas que no permiten ver si hay alguien dentro de las habitaciones. Con cuidado y mil ojos nos vamos moviendo de una ventana a otra en busca de algún resquicio. Alana pisa sin querer la cola de un gato y los dos nos convertimos en piedra mientras el minino chilla y sale espantado. Por suerte, no parece que nadie lo haya oído, de modo que seguimos caminando.

—Parece que toda Grecia está aquí reunida —me susurra Alana que va delante y me hace gestos para que me acerque.

Ambos hacemos uso de nuestras habilidades de espía desarrolladas durante años de ser excluidos y asomamos la cabeza lo justo para que nuestros ojos vean a través de una rendija que hay entre las cortinas.

Al otro lado hay una habitación que tiene toda la pinta de ser un salón. Está iluminada por la luz de la chimenea y por las velas de la enorme lámpara del techo. Repartidos por diferentes sofás unas ocho personas vestidas con túnicas blancas atadas por cordones dorados miran a la mujer situada en el centro y que parece estar dando un discurso. Pero no son sus ropas las que les delatan, sino una de las puertas sobre la cual hay algo escrito en griego antiguo.

—Si están todos los griegos aquí —susurro—, será más fácil buscar a Tyler.

Pero los posibles planes quedan en nada cuando una décima persona entra en la habitación arrastrando por el cuello de la camiseta a un joven rubio lleno de sangre y mugre. Este intenta resistirse un par de veces, pero el hombre que lo sujeta le da un golpe en la cabeza que le atonta lo suficiente como para que deje de moverse. Lo arrastra hasta el centro de la estancia y lo deja caer al suelo sin miramientos.

—Es Tyler —no tardamos en darnos cuenta cuando él hace amago de levantarse.

Alana parece que quiere romper el cristal de un puñetazo (en fin, no quiero ver como terminaría eso) para saltar como una furia y rescatar a Tyler. La detengo agarrándola del brazo y ella me mira enfadada. Mueve su brazo intentando soltarse, pero la alejo de la ventana para que se tranquilice. Como cada vez que pierde el control desde hace tres años, su cuerpo adquiere cierto color azulado. Por suerte, es bastante difícil sacarla de sus casillas o ya se habrían dado cuenta de que parece salida de Avatar.

—No puedes entrar ahí —intento hacerla razonar.

—Pero... está Tyler —gime con desesperación señalando la ventana como si yo no supiera dónde está.

—Piensa un poco aunque sea por una vez, Ali, no puedes enfrentarte a una sala llena de dioses tú sola. No has sido entrenada para ello.

—Bien, ¿y de quien es la culpa? —se cruza de brazos enfadada.

—¿Tuya por no decirle a nadie sobre tus poderes? Y recuerda que yo no sirvo de mucha ayuda precisamente. Y de nada le sirve a Tyler que entres para que te maten o te encierren.

Bien, eso la hace calmarse. Así que no tenemos más remedio que seguir mirando a través de la ventana, impotentes, mientras los dioses griegos siguen interrogando a Tyler que actúa con su habitual valentía o estupidez en algún caso. En un momento dado escupe a la cara de una de las mujeres, cuando esta le agarra del cuello. Eso no parece molestarla ya que se acerca más para decirle algo al oído. Cuando se separa se lleva consigo el collar que Tyler llevaba al cuello, una cuerda negra con un colmillo blanco. A mi lado, Alana maldice.

—Eso fue un regalo de Amy. Deduzco que es el localizador —susurra.

La mujer mira el collar con desprecio y lo tira a una esquina de la habitación. Tyler sigue el trayecto con la mirada y murmura algo por lo que logra una carcajada seguida de un tortazo que le gira la cara. Mientras sigue así, la mujer mete la mano por el cuello de la camiseta y saca una cadena de plata que reluce por la luz del fuego. Colgando de ella, por supuesto, se encuentra una pequeña llave plateada.

—¡Mierda! —no puedo evitar gruñir mientras deseo haber nacido como descendiente de un dios diferente, uno que pudiera hacer explotar estos cristales y salvar a mi primo.

El collar con la llave también es arrancado, pero este es levantado y mostrado a los dioses de alrededor, que vitorean felices mientras Tyler sangra a sus pies.

—Esto nos sobrepasa —me obligo a apartarme de la ventana, incapaz de seguir observando la escena—. Debemos llamar a papá y que ellos vengan a sacar a Tyler a con la caballería.

Alana asiente y nos alejamos para llamar por teléfono. Pocos minutos después nos marchamos hacia el coche tras recibir la tajante orden de que volvamos a casa y no nos involucremos.

Herederos de los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora