45. Alana: Los gemelos

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El agua ha sido suficiente para despejarme, de modo que lo apuntaré para futuras resacas. Tras tirarme del maldito puente a esa boca enorme a la que probablemente no hubiera saltado estando en mi sano juicio, he nadado hacia abajo esperando a que pasara algo. Y cuando estaba a punto de darme por vencida, un rayo de luz ha surgido del fondo del río, envolviéndome.

Cuando la luz ha desaparecido, ya no estaba en el río, sino en una bañera. Vacía. Sucia. En un baño igual de vacío y sucio. Con olor a pescado. Podrido. Al parecer debería de haber venido con una botella de lejía bajo el brazo. O un mazo de demolición porque esto ya no hay quien lo salve.

Con las piernas tambaleantes y chorreando medio Támesis me he acercado a una puerta de madera destartalada y me he asomado intentando no hacer ruido.

Ante mi aparece un enorme salón lleno de cosas colocadas unas sobre otras sin orden ni concierto: libros, raquetas, sartenes, televisiones, platos de comida... y prácticamente todo tiene una preocupante capa de polvo y cosas que es mejor no analizar. Mis ojos van a la mayor fuente de luz, una chimenea en la que hay un enorme fuego que ilumina a dos personas que sentadas frente a ella juegan al ajedrez.

—Estás empezando a perder facultades —rompe el silencio uno de ellos y creo que se dirige a mi hasta que añade—. Jaque.

—Por favor, has caído en mi trampa —se ríe el otro—. Jaque tú.

Me quedo más rato del que posiblemente debería viendo como se jaquean mutuamente. Ambos deben rondar la treintena y son completamente iguales, lo que la ropa idéntica solo acentúa más. El estado del baño puede explicar su pelo sucio y sus ropas y caras manchadas de hollín.

—Puedes pasar —habla de repente uno de ellos asustándome—. No mordemos.

—A menos que tengamos hambre. Pero no tenemos hambre.

—Habla por ti. No he podido comer esa cosa que llamabas pasta. ¡Pasta! ¿Qué dificultad puede haber en cocinar pasta? Mamá se revolvería en su tumba si estuviera en ella —se queja el de la derecha mientras mueve un caballo.

Decido abandonar mi escondite que al parecer no lo es más y acercarme a los gemelos, que en ningún momento desvían la vista para mirarme, es más, hablan de comida como si yo ya no estuviera aquí. Cansada de estar de pies a su lado siendo ignorada, me dejo caer en una silla vacía que hay cerca y analizo el tablero que tengo delante.

Para mí el ajedrez es complicado. A Oliver le gusta, pero más para jugar tontamente y no en serio como a Colin y Tyler, que hacían competiciones. Según mi padre, el ajedrez enseña muchas cosas, como a crear estrategias, prever el movimiento del enemigo o tener paciencia. Beneficios aparte, yo solo movía piezas sin pensar y tenía una especial predilección por matar a la reina del contrario.

—¿Sois los gemelos? —vale, pregunta estúpida, de modo que paso a la siguiente para aclarar el tema—. ¿Los que guardan las vasijas con los muertos de la Ciudad Ancestral?

—No me gusta la palabra muerto. Me hace pensar en sangre —se revuelve uno en su asiento.

—¿Qué tal fallecido? ¿O futuro zombi? No, no —el otro se emociona—. Eh... se me ha olvidado lo que iba a decir.

—¿Cuerpo sin vida? —lo intento por alguna razón.

Es el momento que ellos eligen para darse la vuelta y mirarme. El que lo hagan a la vez y de un movimiento seco logra inquietarme.

Sus pálidos rostros escondidos tras el hollín me dicen que hace mucho que no han visto el sol. Pero lo más llamativo, sin duda, son sus ojos. Instintivamente me echo hacia atrás al ver sus pupilas rojo intenso giradas hacia mí. Bien, puede que haya pensado durante un segundo en vampiros ávidos de sangre saltando sobre mí, culpa de Tyler, que me ha hecho ver todas las series vampíricas del mundo. Sí, incluso hizo un evento cuando sacaron las películas de Crepúsculo y ese año se disfrazó de Edward Cullen yendo con medio pecho descubierto y cubierto de purpurina.

Herederos de los diosesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora