Capítulo 30: Mentiras

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Amar a un monstruo es como tirarte desde un avión sin paracaídas. Con las expectativas en alto, al igual que las esperanzas y la emoción, pero aguardando por el triste final.

LUNA V

—Venez-vous des États-Unis?

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—Venez-vous des États-Unis?

(¿Vienen de estados unidos?)

—Exactement. —Le respondo al anciano, que nos observa con suma atención. Lleva una gorra café cubriendo su canoso cabello, sus ojos destilan experiencia y cada tanto dobla las esquinas de su bigote hacia arriba.

Cuando el avión aterrizó todos nos pusimos en pie, salimos disparados de ahí y fuimos directo al lugar en donde se recoge el equipaje. Lucas se perdió por completo de vista y tampoco me molesté en buscarlo, y al salir del aeropuerto empezamos a detener a algún carro para que nos llevara al hotel.

Alcé la mano para que algún conductor se detuviera y después de ser rechazada por los primeros siete vehículos que pasaron —Tal vez iban cansados o no lograban vernos entre la densa oscuridad—, un señor de aspecto amable embarcado en un carro blanco logró detenerse y no dudé en subirme apenas pude. Después de preguntarle si aceptaba tarjeta y recibir un asentimiento, le indiqué el sitio al cual vamos en este instante.

Hice una reservación en un hotel cerca a la torre Eiffel, a buen precio y con wifi gratis. De modo que, con todo solucionado, decido mirar por la ventana para distraerme y me estrello con la absoluta belleza que recordaba en París, mientras en la radio suena una melodía muy suave.

Lo primero que veo a lo lejos es la torre Eiffel, con su grandeza y brillo natural. Y luego están las calles, las carreteras de piedra adoquinada, los negocios de distintos colores, con sus avisos luminosos —Paris es un paraíso de día, así que de noche es casi como una fantasía inalcanzable que sientes se puede esfumar en cualquier momento—, las casas con fachadas medievales, los árboles decorados con luces y los parisinos con sus estilos característicos; algunos con boinas, otros con las chaquetas al cuello y otros con accesorios que parecen heredados de sus antepasados.

Pero eso no es lo que los diferencia de los demás, sino su seguridad, su modo de caminar despreocupado y su aire de superioridad. Podría quedarme admirándolos durante horas, pero el conductor toca el claxon y me saca de mi ensoñación.

—Nous sommes arrivés.

(Hemos llegado)

El aviso luminoso que cita el nombre del hotel me hace parpadear varias veces y cubrirme los ojos con la mano. Antes de bajar del taxi le pago al señor y me despido con formalidad, luego toco el hombro de Christine que sorprendentemente está despierta, aunque no por mucho y apenas pongo un pie en el asfalto la castaña suelta una exclamación.

—¡Dios, Laura! De verdad no entiendo cómo es que tienes tanto dinero si te la pasas derrochándolo en un hotel tan costoso, ¡no podré pagarte ni aunque ahorre por tres vidas seguidas!

Mi vida con Laura ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora