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𝙏𝙧𝙚𝙞𝙣𝙩𝙖 𝙮 𝙘𝙞𝙣𝙘𝙤

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𝙏𝙧𝙚𝙞𝙣𝙩𝙖 𝙮 𝙘𝙞𝙣𝙘𝙤

❝ 𝐍𝐢𝐧̃𝐨 𝐜𝐚𝐫𝐦𝐞𝐬𝐢̄ ❞

Un niño, inocente y feliz. Saltaba con las manos de sus padres entrelazadas, su sonrisa era radiante, tanto como el mismo sol, y sus refrescantes carcajadas como el viento en otoño. La madre despeinaba con ternura el cabello marrón de su hijo, se sentía orgullosa, sentía que tenía la familia perfecta, y ahora estaban a punto de tener una salida bastante agradable junto a su esposo. Un hombre un poco serio con las personas que le rodeaban, sin embargo, junto a su familia, era un ser realmente cariñoso y comprensivo. Él también sentía honor por lo que había construido, una esposa fiel y amorosa, como cuando había jurado encontrar en su adolescencia, y un hijo ejemplar. Sólo tenía tres años y sabía que sería una gran persona, tenía la corazonada de que, en un día cualquiera, encontraría un gran motivo por el que luchar en la vida y mejorar cada día.

Ese niño, se sentía afortunado, tenía a los mejores padres, sentía que ya no podía dejar de tocar la felicidad con la punta de sus dedos. Como cualquier otro niño, anhelaba la eterna felicidad, la armonía y el amor, sentir entre los dedos de los pies la arena fina y blanca del sueño más preciado, que el agua tibia chocaba contra sus tobillos, la vista llena de lágrimas y una sonrisa a la que enmarcar, las ansias de saber que será otro día de atardecer.

Así… ¿quién no podría ser feliz?

Pero como buen refrán, nada es para siempre. Al cumplir los siete años, sus padres habían planeado una salida, acompañados de una esplendorosa vegetación. Otra vez el niño sonreía, con una y mil galaxias en sus ojos, más de un eclipse en su sonrisa y efonía en su risa. Sentía que ese día sería bastante especial, no sabía qué era, pero se sentía contento. El sol los saludó con dulce placer, el aire era bueno, les daba los buenos días revolviendo sus oscuras melenas. La madre tomó su cabello, había tardado para hacer su mejor peinado y no dejaría que el viento lo estropease.

Estás bien así, cariño.

Le dijo su marido. Con una sonrisa, vio a su mujer, sonreírle e inclinarse a besarlo. El niño con los ojos tapados rió, le desagradaba que hicieran eso en su presencia, pero sabía que se querían con todo su corazón.

— ¿Nos vamos ya?

—Claro cielo.

Y ahí partió la familia a su excursión, como hijo de la familia Kim, sentía esa inexplicable atracción por los seres de verde, les fascinaban las plantas, las flores, todo que viniese de bioma. Tenían una extraña conexión con la naturaleza, siendo abrazados por los árboles, acariciados por las flores y reclamados por los arbustos. Los conocían por ser la familia verde, les encantaba pasar su tiempo investigando sobre estos seres y sobre su evolución. Se habían tomado este día para admirar a la especie de los Rosa abyssinica, lo que se llamaría comúnmente como rosa blanca. También siendo famosos por cuidar el medio ambiente y la vegetación, les daba gusto saber que su propio hijo se había interesado por aquel tema seguidamente.

Ya listos para salir de la gran cabaña, entrelazados con las manos, dieron el primer paso al paraíso verde que los rodeaba. Unos ruidos llamó la atención en la familia Kim, el padre los despistó con que sería un animal cercano. Felices por aquella agradable velada, acompañados por criaturitas del bosque. Los pequeños ojos del niño se encontraron con una preciosa y perfumada rosa blanca, buen ejemplar para su especie, era tan hermosa, parecía de cristal, tan frágil y bella. Un ruido lo hizo mirar atrás, percatándose de que sus padres no estaban, no se alarmó hasta este momentos, pues sabía de sobra que, para ser tan pequeño, sabía que de vez en cuando sus padres necesitaban un poco de intimidad. Por alguna razón, eso lo alegraba, tenía el intacto pensamiento de que sus padres siempre estarían ahí, para él. Acarició con delicadeza los pétalos de su dama de blanco, acercó su nariz, y por sus fosas nasales viajaron un efímero paraíso níveo. Acto seguido cerró los ojos, dejó que fresco viento acariciara sus brazos y centró su naríz en la rosa, era profundo, adictivo. Algo apareció en su mente, la nieve, le hacía recordar a esa masa fría y delicada que solía nacer de las nubes en diciembre.

Soltó un suspiro, luego de sonreír para sí mismo. Se sentía perfecto, uno con la naturaleza, pero algo perturbaría su inocente corazón.

Dejando de lado a la hermosa flor, fue en busca de sus padres. Ya habían pasado varios minutos, exactamente diez, y ya le extrañaba de que no aparecieran. Su mano se paseaba por los árboles, buscando a sus padres, con una sonrisa, sus ojor brillantes de curiosidad se clavaban en todo lo que le pareciese bello, saciando su indagación por las pequeñas plantitas incursatadas en los árboles.

Escuchó un grito.

Fue tan agudo aquel desgarrador alarido que ocultó sus orejas en un intento de que el ruido terminara. Había tanto dolor en ese grito que ni él pensaba que sería imposible que fuese real, algo lo hizo mirar aterrado a su alrededor, oscuras voces en su cabeza le susurraban aberraciones, pesadillas. Sintió sus oidos arder, las voces no paraban, estaban en todas partes. ¿Desde cuándo este bosque se había vuelto tan oscuro? Los inmensos árboles no daba paso a los rayos del sol, por lo que solo reinaba la oscuridad y un intenso grito de lamento. Fue entonces, cuando pensó que su personificado infierno terminaría, las voces callaron, todo animal había callado, es como si todo el bosque mudara completamente su voz natural. Sintió algo en sus manos, las separó de su cabeza, tenían en abundancia ese líquido, tanto metálico como carmesí. Goteaba de la punta de sus dedos, la parecer, era demasiada la presión para que el pelimarrón sangrara por los oídos.

Sintió el bosque alarmarse, lo sentía en el fondo de sus huesos, algo estaba pasando. Sin importarle menos, restregó la sangre en sus pantalones y se encaminó hacia donde provenían esos quejidos y gruñidos. Sus pupilas se dilataron con terror, su garganta ya no daba para más, pronto, las lágrimas no tardarían en salir. Se acercó como pudo, sus pies temblaban, su piel, se había vuelto tan blanca como la rosa que había visto veinte minutos antes. Su estómago no dió para más cuando devolvió todo lo que había desayunado, y lo que había cenado la noche anterior. Era una imagen horrible, algo que corrompería en su inocente e infantil cabeza.

Mientras tanto, no muy lejos de allí. Se encontraba un hombre elegante, de gafas y una coleta baja. Aquello le había parecido una maravilla, el arte en sus rasgos, sus palabras. Dejándo a una pobre criatura a la merced de dos cadáveres desgarrados mientras que ambos se desangraban. Su sonrisa era el demonio encarnado, sus ojos, escasos de sentimientos se deleitaban en la masacre que había dejado. Lamiendo la exquisites en sus dedos, teñidos del brebaje rubí de la vida. Para deleite de sus oídos, escuchó lo que más ansiaba oir. Él reía y reía, como si no huviese un mañana, resonando en cada rincón del bosque, mientras escuchaba la pobre alma del niño soltar un agonizante grito.

Aquello había sido lo que había visto, ahora un joven, mucho más mayor que años atrás. Sus pupilas se dilataron, no había palabra que lo describiera en ese momento, aquellas carcajadas se habían implantado en su cabeza ya hacía mucho tiempo, como las que oía todas las noches, inquietando su corazón, teniendo como pesadilla que esas misma carcajadas se volvieran a escuchar, esta vez, él estando consciente. Sus manos comenzaron a sudar, un zumbido vibraba por sus oídos. Inmediatamente llevó sus manos a sus oídos, algo que gritaba su interiror, mirando al ser a los ojos, mientras que este no dejaba atrás las risas. Las sombras habían vuelto, los susurros en su cabeza, como en aquel día.

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©littlebastard_

𝑹𝒆𝒅 𝑳𝒊𝒑𝒔 ━━━━ ᴊᴊᴋ ; ᴋᴛʜ[✔︎]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora