TREINTA

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—Creo que fue un lunes —empieza Samuel—. Mi padre salía de la casa a las seis de la mañana para recoger a todos los niños y llegar con al menos veinte minutos de antelación a la escuela. Esos veinte minutos se los dejaba de margen en caso de que algún niño se demorase o en caso de que el tráfico fuese particularmente intenso. ¡Ni así se igualaría al tráfico que tenemos hoy en día! Yo no manejo. Qué ironía, ¿no? Pero como dicen, «en casa de herrero, cuchillo de palo». Yo soy un poco así. Como un herrero moderno. ¡Jo! ¡Estoy hablando como mi padre! —Sonríe y se sonroja como un niño pillado en falta—. Ese día volvió hecho una furia. Hablaba pestes de la escuela y de su directora. Mi madre lo calmó hasta que nos contó lo que ocurrió...

—¿Lo del niño extraviado? —pregunto para entrar en materia.

—Es más que eso. ¿Por dónde empiezo? Tampoco quiero entretenerme más de la cuenta... la batería y mi trabajo, veréis... El asunto es que mi padre recogió a los estudiantes. Recogió a unos hermanos que siempre andaban juntos y se parecían tanto que todos los creían gemelos. Acaso lo eran. Olvidé sus nombres, pero no son importantes. Mi padre se extrañó cuando estos dos hermanos le preguntaron nada más subir si los podía llevar al hospital, dado que uno no se sentía bien. «Al hospital no los puedo llevar. Para eso está la enfermería de la escuela», dijo mi padre. «No; esto es importante. En la enfermería no sabrán qué es lo que tiene mi hermano», dijo uno de ellos. «Lo dicho; no puedo llevaros al hospital». —Samuel se esfuerza por recrear la voz de su padre—. Los niños insistieron, pero mi padre no transó. ¡No podía! Cuando llegaron a la escuela se apearon todos. Absolutamente todos. Lo que se dijo luego fue una vil mentira. Mi padre estaba seguro a este respecto, porque siempre revisaba el autobús a conciencia. ¡Llevaba críos, hombre! Los críos se van dejando cosas en los asientos, porque son unos descuidados. ¡Naturalmente revisó los asientos! Me da rabia pensar que luego debió mentir... Vosotros os preguntaréis por qué mentiría.

—Claro que nos lo preguntamos —digo dándote un codazo. Limítate a asentir; presiento cómo una gran revelación se aproxima.

—Pues bien, ese mismo día mi padre fue llamado por la directora. Fue antes de hacer el recorrido de regreso a las casas de los niños. La directora le informó que uno de los muchachos había desaparecido. Cuando le dijo de quién se trataba, mi padre mantuvo la calma y quiso ayudar. Le sugirió a la directora que buscaran en el Hospital General. «¿Por qué?», preguntó ella. «Porque ese mismo muchacho me pidió que lo dejara allá», respondió mi padre. La directora pensó que mi padre lo había llevado. ¡Qué estúpida! Cuando mi padre le dejó en claro que solamente suponía que el chico podía estar allá, la directora dejó que se fuera para llamarlo una hora después con el fin de informarle que ese viaje sería el último que haría con los niños de regreso a casa. Mi padre se indignó. Cuando quiso saber la razón, la directora no tuvo piedad. Dijo que el niño desapareció de la escuela. Eso es algo que no podía permitir. ¡Solo con imaginar la reacción de los padres! Debía haber un sacrificio para salvar al resto de la escuela. Entonces le soltó cuál sería la versión oficial.

—La que se conoce.

—Obviamente. Se dijo que el niño se escondió en el autobús y que se bajó de este cuando estuvo solo. Es decir, cuando el chófer ya no estaba. Era la historia más creíble. Mi padre debía ser sacrificado, porque nadie podía pretender que los padres conservaran la confianza en él. Fue recompensando por sus años de servicio, pero aquella injusticia le afectó. La directora fue enfática con lo de que ese proceder era lo mejor para la escuela. Qué porquería. El resultado del caso es que a mi padre lo despidieron por un mocoso mañoso que se quiso escapar. Lo más divertido de todo es que la directora le pidió a mi padre que no hablara de esto. Le dijo que cuando le preguntaran por lo ocurrido, él no debía decir que habló con el niño. La verdad sería que el niño se quedó en el autobús, sencillamente.

»Es patético, pero mi padre pagó los platos rotos ese día. Se quedó sin autobús y sin paga extra; dejamos de viajar a la playa los domingos, pero lo que más lamento es que mi papá dejó de comprarme mi helado favorito. Su humor empeoró. Mi madre lo apoyaba zurciendo ropa. Lograron sacar adelante la casa. Este taller fue el pilar. Aquel trabajo de chófer no tuvo que haber sido la gran cosa, pero a él le divertían los niños. Hubiera sido un excelente abuelo... Nunca nos contó (no sé si porque lo ignoraba o porque no quería) cómo se escapó realmente el niñato ese. Está claro que del autobús no se escapó. ¡Él era el único que lo sabía y por ello la directora lo condenó a callarse! Por suerte que a la vieja la destituyeron al rato. Hubiera estado mejor entre los políticos que como directora de escuela.

Samuel está alterado. Juguetea nervioso con un paño raído y mugriento hasta que se lo tiende sobre el hombro. Acaso espera nuestra reacción.

—¿Y luego?

—Y ya está; esa es la historia. ¿De verdad tanto os interesaba?


ENTRAMADOS POR UN CADÁVERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora