ocho

168 21 6
                                    

竈 かまど, 栗花落 カナヲ
estragos: capítulo ocho
«el inminente derrumbe»


dos de enero


El nuevo año supondría un nuevo comienzo, pero en realidad todo sigue igual: Kanao distanciada, Zenitsu ausente y él esperando. No sabe qué espera, pero está seguro que pronto algo vendrá. Ningún médico viene a revisarlo y parece pasar inadvertido en ese cuartucho mohoso ni tampoco habla con otro paciente. Simplemente está aguardando.

Tiene la vista un poco irritada. Sabe que no son lágrimas porque estas ya las lloró ayer, así que está seco. El veinticinco de diciembre del año anterior se quedaron varados a media ciudad y ningún cochero quiso llevarlos de nuevo al hospital por menos de diez monedas de oro, lo que era una barbaridad. Kanao lo hubiera pagado si tan solo hubiera tenido el dinero, pero apenas tenía nueve monedas y el hombre no quiso rebajarles el precio. Pudieron haberse quedado en una casona toda la noche o bien pudieron irse a la casa de Aoi, pero como no le pintaban ni lo uno ni lo otro prefirieron irse a pie hasta el nosocomio.

Un incómodo silencio se presentó esa noche, y hasta ahora había algunos ripios que ninguno de ellos se molestó en limpiar, ocultándolos bajo la alfombra. Pero hay una desventaja con ocultar los problemas: siempre hay un fondo. El silencio de sus cuerpos esa noche, las acciones involuntarias de los mismos, la tensión que parecía sujetarlos con muchísima más fuerza que antes, los sentimientos tan deslumbrantes que empezaba a cegarlos de a poco. Era inevitable saber que ambos se atraían de una manera distinta e inequívoca: habían pasado tanto tiempo juntos, solos y acompañados, conociendo sus defectos y manías, gustos y culpas. En algún momento debía darse esa evolución entre ellos, pero el miedo era tan grande que, a pesar de quererlo, habían optado por desplazarlo, acallarlo para que no moleste, para que no estorbe.

«Kanao...», había empezado a decir esa noche, en un susurro que ella pudo escuchar a la perfección por el silencio de los campos vacíos. Y Kanao, ensimismada en su culpa reciente solo le había dicho que no hable, que prefería que se mantuviera en silencio, que ese era su regalo perfecto por navidad. «No hables porque me duele, Tanjirou». Y así lo había hecho.

Y dos semanas más tarde estaba ahí: sentado sobre su cama, con La Ilíada en el escritorio, con un chocolate agrio traído por la misma Kanao, con la silla de ruedas a la lejanía porque aún continuaba con el cuento de que a veces le dolía las rodillas por una operación que jamás existió. Las horas con Kanao se habían reducido a minutos, a simples miradas y conversaciones vacías, a tan solo esperar. Espera y verás.

Se levanta. De pronto la cama le enferma. Ve el reloj: las once con quince. Pronto sería medianoche y aún sentía energía. Una súbita idea le cruza la mente y no se va, tampoco quiere que se aleje. La habitación de Kanao se planta como su objetivo. Se viste con un abrigo regalado también por Zenitsu y va hacia su acompañante. En el mejor de los casos está despierta, así que es con ese pensamiento que se aleja de su propia recamara y va hacia ella. Es la iniciativa que tanto esperaba y que disfruta.

Pronto se planta frente a la puerta sobria de Kanao. Toca despacio, un paso se oye del otro lado. Kanao deja verse sin la más mínima pizca de maquillaje en su rostro. Su rostro pasa de pacífico a sorprendido y de sorprendido a pacífico otra vez.

—Pronto serán las once con treinta —le comunica, como si eso Tanjirou no lo supiera—. Pensé que ya estabas durmiendo.

—Tengo insomnio. —Tanjirou ni se molesta en buscar una buena excusa y simplemente la suelta como viene. Le da una mirada al cuarto y luego con algo de temor bien escondido, pregunta—: ¿Puedo pasar?

ESTRAGOS | TANJIKANADonde viven las historias. Descúbrelo ahora