James Wilson

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Nueva York, tiempo de diversión y emoción, orquestas y tiroteos. Terence vive en una fabuloso departamento de Long Island, y a sus bailes acude «el mundo entero y su amante», cientos de criaturas a quienes no hace falta invitar, insectos alrededor de la luz del festín. La puerta está abierta, y la atracción más enigmática del espectáculo es el dueño de la casa, un actor millonario que quizá sea un asesino o un espía, sobrino del emperador de Alemania o primo del demonio, espía de guerra al servicio de su país, los Estados Unidos de América, o simplemente un gángster, un muchacho que llegó sin nada que se convirtió en rico. "Su mérito fue posicionarse por encima de las eternas luchas entre bandas", explican fuentes de seguridad irlandesas. En Marbella tejió una rentable red de contactos con proveedores de hachís de Marruecos y cocaína de Latinoamérica, y empezó a mandar la droga a Irlanda oculta en envíos tapadera de alimentos españoles. La buena marcha de sus negocios le permitió pronto saltar al Reino Unido e incluir armas en las remesas. Terence Graham, que dice ser honrado y haber aprendido a no juzgar a nadie.
Es el verano de 1916, buen año para la especulación financiera y la corrupción y los negocios que se confunden con el bandidismo, parece que sólo hubo fiestas y reuniones para comer y beber, y que pocas veladas acabaron sin perturbación. Hay amantes que rompen con una llamada telefónica la paz de un matrimonio, y una nariz rota, y un coche que se hunde humorísticamente en la cuneta, y un homicidio involuntario, y un asesinato, pero la diversión recomienza siempre. Terence es un héroe trágico que se va destruyendo conforme se acerca a su sueño: la reconquista de una mujer a la que dejó por una actriz. Quiere cumplir su deseo más inaccesible: recuperar el pasado, el momento en que conquistó a Candy White Ardlay.

A medio camino entre West Egg y Nueva York la carretera confluye de pronto con la línea del ferrocarril y corre a su lado cerca de cuatrocientos metros, como si quisiera evitar cierta extensión de tierra desolada. Es un valle de cenizas: una granja fantástica donde las cenizas crecen como el trigo hasta convertirse en cordilleras, colinas y jardines grotescos; donde las cenizas toman la forma de casas y chimeneas y humo y, por fin, en un esfuerzo trascendental, de hombres de ceniza que se agitan como sombras y se deshacen en el aire polvoriento. De vez en cuando una fila de vagones grises se arrastra por una vía invisible, se estremece en un crujido espectral y se detiene, e inmediatamente los hombres de ceniza salen como un enjambre con palas que parecen de plomo y levantan una nube impenetrable que nos oculta sus misteriosas operaciones.
Pero sobre la tierra gris y las ráfagas de polvo inhóspito que soplan incesantemente sobre ella, se distinguen, al cabo de un momento, los ojos del actor. Los ojos del actor Terence Graham son azules y gigantes: sus pupilas casi alcanzan un metro de altura. No miran desde una cara, sino desde unas enormes gafas negras que se apoyan en una nariz inexistente. Algún oculista insensato y bromista los debió de poner ahí para aumentar su clientela en la zona de Queens, y luego se hundió en la ceguera eterna, o los olvidó y se fue a otra parte. Pero sus ojos, algo deslucidos por los muchos días expuestos a la lluvia y al sol sin recibir jamás una mano de pintura, siguen meditando tristemente sobre el solemne vertedero.
Un riachuelo sucio limita el valle de cenizas por uno de sus flancos, y, cuando el puente levadizo se alza para que pasen las barcazas, los pasajeros de los trenes pueden quedarse media hora contemplando el lúgubre lugar mientras esperan. Es inevitable detenerse allí, aunque sea un momento.
El hecho de que tuviese una amante además de Susana su prometida, era muy comentado en los ambientes que frecuentaba Terence.
Sus amistades consideraban una ofensa que se presentara con ella en los bares de moda y, dejándola en una mesa, se paseara por el local, charlando con unos y otros. Yo sentía curiosidad por verla, pero no quería que me la presentaran, como ocurrió por fin. Una tarde fui con John a Nueva York en tren, y cuando nos detuvimos junto a los montones de ceniza se levantó de un salto y, cogiéndome por el codo, me forzó literalmente a bajar del vagón.
—Nos apeamos —enfatizó lo obvio—. Quiero presentarte a mi chica.

Creo que había bebido demasiado en la comida, y la determinación con que me obligaba a acompañarlo bordeaba la violencia. Su arrogancia daba por supuesto que un domingo por la tarde yo no tenía otra cosa mejor que hacer.
Lo seguí cuando saltó la barrera del tren, pintada de blanco, y retrocedimos unos cien metros por la carretera bajo su mirada insistente. El único edificio a la vista era una casa de ladrillo amarillo que se levantaba en el límite de la tierra baldía, en una especie de calle principal mínima que bastaba para satisfacer sus necesidades y desembocaba en la nada absoluta. Había tres negocios: uno se alquilaba y otro era un restaurante que abría toda la noche y al que se llegaba por un camino de cenizas. El tercero era un garaje —Reparaciones . Compraventa de automóviles—, en el que entré detrás de Terence.
El interior, vacío, era miserable; el único coche visible eran los restos polvorientos de un Ford, encogido en un rincón oscuro. Estaba pensando que aquel garaje fantasmal sólo podía ser una cortina de humo que ocultaba lujosos y románticos apartamentos en la planta de arriba, cuando apareció el dueño en la puerta de la oficina, limpiándose las manos con un trapo. Era un hombre rubio, apocado, anémico y de cierta belleza desvaída. Nos vio y los ojos, grises, húmedos y muy claros, se le iluminaron de esperanza.
—Hola, Wilson, viejo —dijo Terence jovialmente, dándole una palmada en el hombro—. ¿Cómo va la cosa?
—No me puedo quejar —respondió Wilson sin convencer a nadie—. ¿Cuándo va usted a venderme el coche?
—La semana que viene; tengo al chófer arreglándolo.
—No se da prisa, ¿verdad?
—Se equivoca —dijo Terence con frialdad—. Pero, si lo cree así, quizá lo mejor sea que le venda el coche a otro.
—No es eso lo que digo —se apresuró a explicar Wilson—. Lo que digo es que...
Su voz se fue apagando y Terence miró impaciente a su alrededor. Entonces oí pasos en la escalera y, al momento, la pesada silueta de una mujer tapó la luz de la puerta de la oficina. Debía de tener unos treinta y cinco años, y estaba un poco gorda, pero lucía sus carnes con esa sensualidad de la que algunas mujeres son capaces. No había rasgos ni atisbo de belleza en su cara, que surgía de un vestido de seda azul oscuro a lunares, pero aquella mujer poseía una vitalidad inmediatamente
perceptible, como si los nervios de su cuerpo estuvieran siempre al rojo vivo. Sonreía con calma, y pasando a través del marido como si fuera un fantasma, le estrechó la mano a Terence, mirándolo intensamente a los ojos. Se humedeció los labios y, sin volverse, le dijo a su marido con una voz suave y ordinaria:
—Trae sillas, que se pueda sentar la gente.
—Ah, sí —asintió inmediatamente Wilson, y fue a la oficina, confundiéndose en el acto con el color cemento de las paredes. Polvo blanco y ceniciento le cubría el traje oscuro y el pelo pálido como cubría todo lo que había a su alrededor, excepto a su mujer, que se había acercado a Terence.
—Quiero verte —dijo Terence con decisión—. Coge el próximo tren.
—Muy bien.
—Espérame en el puesto de periódicos del andén de abajo.

La mujer asintió y se separó de Terence en el momento preciso en que James Wilson salía de la oficina con dos sillas.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora