Tercera

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—Santo mío, señor Lauren, ¿qué sucede? ¿Le pasa algo a la señorita Candy?...
Wilson había surgido a espaldas de Lauren. Este se volvió para contemplarle con expresión ensombrecida. Meneó la cabeza, retrocediendo dos pasos, llenos de un espanto sin límites.
—Mírelo usted mismo, Wil —jadeó—. Creo que hay que llamar a la policía, a una ambulancia... Ya nadie puede hacer nada por ella, es evidente.
El alarido de horror que profirió, llenó de más consternación aún a los presentes, arremolinados en el escenario. Un actor y un tramoyista intentaban hacer volver en sí a la doncella, mientras los demás preguntaban sin cesar, tratando de saber lo ocurrido.
El conserje de la puerta del escenario indicó a Lauren la situación de un teléfono, y éste lo descolgó, pidiendo a la centralilla el número de la policía. Le pusieron en comunicación inmediatamente, y el joven informó de lo ocurrido

Regresó lentamente a la puerta del camerino, donde Wilson, con el rostro ceniciento, se mantenía dificultosamente en pie. Sus ojos, dilatados, aparecían cuajados de horror. Parecía a punto de vomitar, vencido por fuertes nauseas.
—Serénese —pidió roncamente—. Ya no se gana nada con dejarse vencer por las emociones. Ese salvaje asesino ha cobrado otra víctima, es evidente.
¿Qué... qué quiere decir? —jadeó mirándole con expresión aturdida.
—He oído hablar ya de otros dos crímenes de jóvenes demasiado parecidas a Candy—manifestó el joven con amargura—. Dudo mucho que pueda ser una simple coincidencia.
Asomó de nuevo a la puerta entreabierta, dirigiendo una ojeada a todo el camerino, procurando no fijar sus ojos en la infortunada víctima, aunque no podía evitar la contemplación de la sangre, porque ésta formaba un auténtico concierto de macabro escarlata por doquier.
Su mirada se clavó en la única abertura visible en el camerino, con excepción de la propia puerta. Una ventana asomada a algún patio interior. Pero la ventana tenía un enrejado intacto tras los cristales. Y los postigos estaban cerrados y asegurados con una falleba. Era materialmente imposible que nadie hubiera huido por allí. Ni tampoco entrado, puesto que estaba cerrado por dentro.
Recorrió con ojos pensativos el espejo oval, el tocador con faldones de cretona rematados en volantes, el sofá tapizado en un rincón, la mesita con periódicos y libretos teatrales, el abierto armario repleto de trajes...
—Un momento, Will —jadeó—. Quiero ver algo...
El empresario le miró, aturdido. Lauren entró sin esperar permiso alguno. Evitó pisar los regueros de la sangre. Su mano apartó los vestidos del armario. Este estaba vacío. Hizo lo mismo con el sofá, que retiró del rincón. No había nadie detrás ni debajo del mueble. Rodeó el tocador, para escudriñar la zona que quedaba tras el espejo montado sobre un bastidor de madera. Tampoco allí había nadie.

Regresó a la puerta, salió al corredor. Varios
actores, maquillados aún, le contemplaron con expresión despavorida. El maquillaje parecía pasta grotesca en sus pálidas caras. La doncella había vuelto en sí al fin, y estaba informando, con voz entrecortada a sus aterrados oyentes.

Ya todo el mundo sabía lo sucedido.
Lauren se aproximó al conserje de la puerta de entrada al escenario en comunicación con la platea. Observó que desde su lugar habitual, era visible la puerta del camerino de Sue Manson.
—¿Vio entrar o salir a alguien de este camerino al terminar la representación o durante el tercer acto? —interrogó.
—No, a nadie, señor. Ya oyó antes al señor. La señorita Manson no admitía visitas durante la representación.
—Pero algún actor, algún empleado del teatro... —insinuó.
—Tampoco. No vi a nadie, salvo a la propia señorita. Cuando ella salió a escena, cerró con llave. Poco después, como siempre, entró, su doncella, con las ropa que se cambiaba en la última fase del tercer acto, y volvió a salir enseguida, para llevar algunas prendas al departamento de sastrería del teatro, según la oí decir. Desde entonces, nadie entró en el camerino, excepto la propia señorita Manson al término de la representación. Y, desde luego, nadie salió, o yo lo hubiera visto.
—Sin embargo, el asesino no está dentro —dijo Lauren con lentitud—. También esta vez se ha evaporado...
—¿Decía, señor...?
—No, nada —suspiró, meneando la cabeza de un lado a otro, y alejándose del conserje con el rostro ensombrecido.

Poco después entraba su tío, muy pálido. Al parecer había sabido algo en el exterior. La noticia de la tragedia, como todas las malas nuevas, parecía haber volado.
—Lauren, muchacho, no puede ser cierto lo que... —comenzó con voz ronca.
—Lo es, tío —asintió el joven gravemente—. Entra si quieres. Eres médico, después de todo...

El doctor Brown asintió. Se dio a conocer ante Wilson y los demás, y entró dificultosamente en el camerino. Examinó el cuerpo de la infortunada joven. Lauren le vio estremecerse, con el rostro blanco como el papel.
Regresó en silencio al corredor. Su voz apenas si era audible:
—Debió matarla en el acto. El corte de la garganta es mortal de necesidad. Luego, se ensañó con el cadáver...
—Todo ello, en sólo dos minutos escasos —comentó Lauren fríamente—. No tardó ni tres minutos en llegar ante esa puerta desde el palco, tío. Y para entonces, no sólo estaba todo consumado, sino que una vez más, el asesino había desaparecido sin dejar rastro, sin ser visto por nadie, saliendo de una habitación cerrada como por arte de magia... como si jamás hubiera estado allí.
El doctor Brown miró sorprendido y alarmado a su sobrino. Sus ojos tuvieron un destello de comprensión.
—¿Quieres decir... quieres decir que el asesino de Sue Manson pudo ser... pudo ser el mismo de las anteriores? ¿El que mató a la jovencita y a la prostituta, Lauren?
—Parece evidente, ¿no?
—SI, pero... Pero entonces el...
—Entonces, él, tío, como tú decías, es inocente de todo. Y yo me pregunto: ¿cómo entra y sale el asesino de la escena de sus crímenes, si nadie le ve llegar ni huir?
Su tío le miró sin responder. Lauren no sintió extrañeza por ello. Sabía que esa pregunta, por el momento, no tenía respuesta.
Y ya eran tres las mujeres asesinadas, de rizos rubios, pecosas, bajitas y de ojos verdes, entre New York y Chicago en el período de diez días.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora