Tristezas y alegrías

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Albert vino a buscarme como todos los días para acompañarme a nuestro departamento desde la salida del hospital. Era una manera con la que salía desde hacía unos meses y que se limitaba a llevarme las compras, apenas me había cogido de la mano un par de veces. Los fines de semana quedábamos para tomar un batido, y una vez al mes me llevaba al cine.
Nuestro sueldo no nos daba para más, y tampoco podíamos ir a bailar porque él madrugaba mucho para llegar temprano al zoológico los fines de semana y sacarse unas monedas extras, que muchas veces gastaba en llevar la cena. Así que parecíamos más un par de novios que hermanos, aunque para despedirse rozaba sus labios con los míos desde hacía más o menos un mes, y algo íbamos avanzando.

Cuando me pidió que compartiéramos nuestras penas y alegrías me pregunté que habría visto en mí; era delgada y con muy poco pecho, nada comparado con las chicas curvilíneas que venían a veces con nosotros, mi pelo rubio era lo único que destacaba entre todas aquellas chicas morenas de ojos grandes y largas pestañas. Albert me gustaba y mucho, pero su contacto no me hacía sentir nada especial, y al vernos o rozarnos los labios, en mi estómago no revoloteaba nada parecido a las mariposas de las que había escuchado de mis compañeras del hospital.
 
—¿Qué tal el día?
—Bien, la atención fue divertida, fuimos al laboratorio a dejar muestras—contesté.
Albert me esperaba en la esquina de la clínica Feliz y me ofreció sus manos para cargar con mis libros, como ya era habitual.
—Seguro que sí. Las ciencias son lo tuyo.
Sonreí y caminamos uno junto al otro. Solo había cuatro manzanas hasta casa, pero a veces el silencio entre nosotros se hacía tedioso.
—¿Y tú qué tal? —pregunté.
—Bien, un día más en la jungla.
Albert estaba ansioso porque acabara el verano e irse de viaje conmigo, alejarse del ambiente que rodeaba a la clínica y a nuestro horario en particular. Decía que los hombres no se centraban en nada que no fueran los coches, las chicas y el Charleston. A mí todo aquello me parecía de lo más normal, pero Albert era diferente. Demasiado serio e introvertido. Demasiado centrado para su edad. No es que eso fuera malo, pero había que encontrar cierto equilibrio entre una cosa y otra.
Lo único que no encajaba en su forma de ser era su pasión por los animalitos. Era un hombre al que las relaciones sociales parecían no interesarle.
—¿Te apetece que vayamos a ese nuevo local que han abierto el sábado? —le pregunté.
—¿Estás segura Candy? Estará medio Chicago ahí.
—¿Y eso es un problema? —dije asombrada.
—Bueno, preferiría no ver demasiadas personas, alardeando de sus últimas proezas o conquistas en mi tiempo libre, pero si te apetece, iremos.
—Solo a tomar un batido, nada más, luego nos marchamos.
 
Habíamos llegado al departamento, donde Patty me esperaba para comer. Al pararme en la ventana pude ver un coche oscuro aparcado en la acera de enfrente. Un hombre estaba de pie apoyado en la puerta del conductor. Sentí como mi corazón se sobresaltaba. Era George, estaba segura. Parecía mirar hacia donde nosotros habíamos entrado. Sus brazos estaban cruzados en su pecho y en una de sus manos sujetaba un maletín, daba la sensación de que estuviera esperando a alguien. Giré mi cabeza para mirar detrás de mí, pero no había nadie, solo la acera vacía y la puerta del departamento abierta. Cuando volví la mirada al coche, este estaba sentado en el asiento del conductor y salía de su aparcamiento sin volver a mirar, si es que era a nosotros a quienes había estado observando.
—Esta semana no voy a llegar Candy—continuó hablando Albert —. Mi nuevo jefe necesita que le acompañe a Nueva York.
—No te preocupes. Nos vemos el sábado a las dos y media, ¿te parece? —dije más bien distraída.
—Llegaré temprano, ya se me hace tarde para el trabajo, descansa princesa.
Me devolvió los libros, después de guindarse la mochila y titubear un poco me besó los labios de forma casual. Me pregunté si alguna vez se animaría a hacerlo de verdad.

Sábado:

En mi cita con Albert, no pude remediar estar ausente y abstraerme en mis pensamientos. Oía hablar a mi amigo sin escucharle, y observaba a las parejas que se sentaban a nuestro alrededor; cómo reían, hablaban o se hacían arrumacos, se robaban besos y susurraban cosas al oído. Aquello me produjo cierta envidia. Ansiaba saber qué se sentía siendo abrazada, deseada y compartiendo confidencias en pareja, aunque estaba claro que con Albert no llegaría a aquello en breve. Estar siendo testigo de lo que sucedía en las dependencias privadas del restaurante, había despertado algo en mí, quería verme envuelta en la misma pasión de la que aquellas personas habían disfrutado esa tarde.
Cuando Albert me dejó frente a la puerta del departamento del Magnolia antes de irse nuevamente a trabajar y me besó, como ya era costumbre desde nuestras últimas citas, me acerqué algo más a su cuerpo, demorándome en romper el beso. Albert se tensó apretando los labios sin darme opción a profundizar. Me transmitió toda su incomodidad con ese gesto; y me separé decepcionada por su reacción y por mi falta de respuesta; no había sentido nada de lo que había esperado. Sin darle tiempo a emitir una sola palabra, me dirigí hasta la escalera sabiendo que nuestra relación nunca llegaría a romper la barrera de la amistad. Siempre me había costado pensar en él como mi novio, y ahora el motivo se hacía palpable.
Evité a Albert durante varios días. Me daba prisa en salir de la clínica e incluso modifiqué mi recorrido hasta casa, casi siempre llegaba muy tarde en la noche, pero sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarme a él.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora