El lobo 2

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Domingo a lunes, y como todos los lunes, todos los empleados tenían su día de descanso, pero a William le había surgido una reunión importante y la iba a celebrar en la mansión con una comida. Su disgusto era evidente; notaba lo poco que le gustaba reunirse en el espacio que era su hogar con cierto tipo de gente. Su humor días antes empeoraba; se mostraba hosco e intentaba evitarme.
Como era el día libre de Marcell, me ofrecí a cocinar yo, pero él le pidió que trabajase ese día y se lo añadiría a las vacaciones que, al parecer, jamás tomaba. El cocinero accedió sin rechistar, cosa que me sorprendió, pero yo insistí en ayudar .

Estaba cortando el cabrito que posteriormente asaríamos en el horno de leña, cuando el cuchillo se me resbaló yendo a parar a las vísceras, que al ser «apuñaladas» por mi falta de destreza, salpicaron mi delantal y mi cara sorprendiéndome; no pude evitar soltar un grito involuntario. Marcell se acercó a mí para comprobar que no me hubiera hecho daño. Estábamos a punto de echarnos a reír cuando la puerta de la cocina se abrió abruptamente por un William de cara desencajada, que se apresuró a empujar al cocinero apartándolo de mí. Su reacción nos sorprendió a los dos dejándonos asombrados.
El perfil de William mostraba un aspecto que jamás había visto en él. Su gesto intimidante y amenazador, me erizó la piel. Su mirada fue hasta la mano de Marcell que portaba un cuchillo con el que se me había acercado y con el cual había estado trabajando. Inmediatamente lo soltó en la encimera deslizándolo por ella y alejándolo de él

William se giró para examinarme sin perder de vista al cocinero.
—¿Estás herida? —preguntó, con semblante preocupado.
Tan solo negué con la cabeza costándome pronunciar palabra.
—Se... se me resbaló el cuchillo y la sangre del animal me salpicó —tartamudeé—. Siento haber gritado, fue una reacción estúpida —expliqué con voz temblorosa, intentando justificarme.
Cerró los ojos un instante con mis manos aún entre las suyas. Se dio media vuelta mirando al todavía perplejo Marcell. Lo observó con intensidad, y se marchó sin decir nada más.
Marcell se acercó a mí con un paño húmedo para limpiarme la cara.
—Quizá debería ir al aseo para lavarse—me sugirió.
Asentí aún temblorosa. Cuando cerraba la puerta, pude oír como un suspiro se le escapaba de entre sus labios.
No lograba entender la reacción desmedida de William, por mucho que le diera vueltas mientras me lavaba e intentaba controlar el temblor de mis manos.
¿Qué le había hecho reaccionar así? ¿Quién era el hombre que había irrumpido en la cocina? La reunión terminó como era de esperar, con una partida de cartas, vasos de whisky y puros.

Necesitaba no pensar demasiado.

Cuando subí me duché y me metí en la cama sin ni siquiera cenar, exhausta por la tensión acumulada después del pequeño incidente. Miles de preguntas, sin respuesta, invadían mi cabeza hasta que me quedé dormida. Cuando desperté, desayuné lo que Doroty me había subido en la misma habitación y, cuando terminé, ella misma se encargó de avisarme de que el Señor, me esperaba en el despacho.

Bajé nerviosa, intentando adivinar que querría decirme.
—Hola —saludé en un murmullo.
Levantó la vista del periódico y dejó el café en el plato.
—Hola —respondió, de una manera bastante más fría de lo que hubiera esperado.
Me sentí una extraña, más como una empleada. Volvía a tener al completo desconocido de los primeros días que era mi prometido.
—Vas a dejar de estar en la cocina —dijo, categóricamente, sin dejar lugar a réplica.
—¿Cómo? —pregunté incrédula.
—Hay un hospicio aquí cerca en el que piden voluntarios. A ti se te dan bien los niños y creo que trabajarás a gusto. Sé que te gusta ayudar y, aunque no sea un hospital, estoy seguro de que tendrás que curar muchos rasguños y heridas.
No daba crédito a lo que escuchaban mis oídos. Al parecer, lo tenía todo bien pensado y decidido sin contar en ningún momento con mi opinión, sin hablarlo conmigo, sin dejarme meditarlo ni tomar mi propia decisión.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado? Soy feliz ayudando. No digo que lo que me propones, porque no quiero pensar que me vas a obligar a ello, esté bien, no entiendo por qué ahora quieres que lo deje.
—Podrías haberte hecho daño —dijo, con un tono de voz ahogado que no le había escuchado nunca—. Haberte cortado un dedo o haberte clavado un cuchillo accidentalmente.
—Ya me disculpé por haberte asustado —dije, exasperada y abriendo las manos—. No creo que solo sea por eso. Dime que pasa, William.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora