De rizos rubios 2

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Ella tenía el oficio más viejo del mundo.

Realmente, tener ese particular oficio en una ciudad como Chicago era lo más normal que podía esperarse de una mujer todavía joven, atractiva y dotada de curvas lo bastante llamativas como para atraer fácil clientela.
La ciudad era una mescolanza indescriptible de vicio, hampa, escenarios y bohemia, y abundan en sus callejuelas durante la noche tanto los proxenetas y maleantes como las rameras y sus numerosos clientes. La lluvia, unida a la escasa iluminación de muchas de sus calles y a la mala fama de todas ellas, formaban el ambiente preciso para que quien se aventurase después de las diez de la noche, lo hiciera con un objetivo determinado, relacionado casi siempre con delincuencia o sexo.
El acendrado puritanismo de la historia, hacia el resto. Y las muchachas como Monina, con sus apretados senos rebosando del descote audaz y la roja sonrisa de sus labios carnosos, desafiando al transeúnte, tenían siempre fácil presa en los aparentemente honorables varones capaces de poder pagar con una moneda de oro los servicios inestimables de las prostitutas de cierto lujo.

Monina, no gustaba de llevarse a la cama a los obreros del matadero o a los tipos ebrios que terminaban vomitando a la puerta de un pub o peleándose con otro por una estupidez. Ella presumía de elegir su clientela entre la gente respetable. Y no le faltaba razón. Después de todo, disputarle el cliente a una pléyade de rameras entradas excesivamente en años y en carnes y pintarrajeadas en exceso en la mayoría de los casos, no era nada complicado para una mujer que no había cumplido aún los veintiún años y que, contra la costumbre, no bebía en exceso para no ajarse, no era lo bastante depravada como para perder su lozanía y atractivo.

Esa noche, fría y brumosa.
Monina, había pensado retirarse pronto a dormir, puesto que había tenido bastante fortuna, y más de cuatro monedas de oro tintineaban en su faltriquera, tras haber pasado por su lecho otros tantos caballeros.
Pero para infortunio suyo tal vez, un quinto o sexto caballero —ella a veces perdía la cuenta de los que había tratado en una noche, porque no era muy amiga de las matemáticas cuando éstas no se referían estrictamente a libras o dólares—se aproximó a ella cuando abandonaba El Escudo y la Lanza, su pub favorito, tras tomarse sobriamente una sola cerveza.

—Hola, preciosa —la saludaron desde un cerrado carruaje que se detenía parsimoniosamente al borde de la acera—. ¿Tienes un par de horas para un hombre solitario y generoso? Me chiflan las de rizos rubios de senos apretados.
Monina frunció el ceño. Ella no sólo era de rizos rubios, sino que el tinte convertía casi en una llamada su pelo habitualmente más oscuro. En cuanto a la abundancia de su seno, ésta era evidente a la luz de la farola de gas y de las vidrieras coloreadas del pub.

Sonrió mimosa, guiñó el ojo al invisible caballero del carruaje y manifestó con tono ambiguo:
—Esta noche estoy cansada, querido. Vuelve en otro momento. Voy a la cama, pero a dormir, ¿comprendes?
—Otra noche tal vez no me sea posible venir a buscarte —se lamentó la voz del hombre situado en la zona oscura del interior del carruaje—. Tiene que ser hoy.
—Olvídalo, encanto —se burló ella—. Ni por diez libras me iría con nadie ahora.
—Yo no iba a darte diez libras... sino veinte —dijo la voz untuosamente.
Y una mano enguantada por la portezuela, moviendo una pieza de oro grande y reluciente, por valor de las prometidas veinte libras.

Los ojos de Monina, se abrieron hasta casi emular en tamaño a la pieza de oro de tan generoso cliente. Sus ideas sufrieron así un brusco cambio.
—¿De veras me pagarás eso por un par de horas a solas? —receló

—No tengo que prometerte nada —el brazo se alargó, depositando la pieza dorada en su mano enguantada de malla. Los dedos enguantados de negro del desconocido apretaron las suyos al hacerla oprimir la moneda—. Es tuya. ¿Subes, preciosa?
Eso era convincente. Monina estaba escarmentada sobre la falsa generosidad de algunos caballeros. Pero tener por anticipado el dinero en su bolsillo, resultaba por completo nuevo para ella.
—Está bien —suspiró, abriendo la portezuela—. Vamos allá.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora