Conde McKinahan

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La esperamos en la carretera, donde no podían vernos. Faltaban pocos días para el Cuatro de Julio, y un niño italiano, gris y escuálido, ponía una fila de petardos en la vía del tren.

—Terrible lugar, ¿verdad? —dijo Terence, intercambiando con el conde Mc Kinahan una mirada de disgusto.
—Horrible.
—A ella le viene bien salir.
—¿Al marido no le importa?
—¿Wilson? Cree que va a Nueva York a ver a su hermana. Es tan tonto que ni siquiera sabe que está vivo.

Así que Terence, su chica y yo fuimos juntos a Nueva York. O no exactamente juntos, porque mistress Wilson viajó discretamente en otro vagón. Era una deferencia de Terence con la susceptibilidad de los habitantes de East Egg que pudieran ir en el tren.
Mistress Wilson se había cambiado el vestido por uno de muselina marrón estampada que se le ajustó restallante a las anchas caderas cuando Terence la ayudó a apearse en el andén de Nueva York. En el puesto de periódicos compró el Town Tattle y una revista de cine, y en el drugstore de la estación crema facial y un perfume.

Entramos en la Quinta Avenida, cálida y adormilada, casi pastoral, en la tarde veraniega de domingo. No me hubiera extrañado ver aparecer en una esquina un gran rebaño de ovejas blancas.
—Pare —dije—. Tengo que dejaros aquí.
—De eso nada —me interrumpió Terence—. May se ofendería si no subes al apartamento. ¿Verdad, May?
—Venga —me insistió mistress Wilson—. Llamaré por teléfono a mi hermana Cindy. Los que entienden dicen que es muy guapa.
—Me gustaría ir, pero...
No nos detuvimos, volvimos a acortar por Central Park hacia el oeste y las calles Cien. En la calle Ciento cincuenta y ocho el taxi se paró ante un trozo del gran pastel blanco de un edificio de apartamentos. Lanzando al vecindario una mirada de reina que vuelve al hogar, mistress Wilson cogió sus otras compras y entró en la casa con aires de grandeza.
—Voy a llamar a los McKee —anunció mientras subíamos en el ascensor—. Y a mi hermana, claro.

El apartamento estaba en el ático: una pequeña sala de estar, un pequeño comedor, un pequeño dormitorio y un cuarto de baño. Hasta la puerta del cuarto de estar se acumulaban los muebles, tapizados y demasiado grandes, y dar un paso significaba tropezarse con escenas de damas columpiándose en los jardines de Versalles. El único cuadro era una fotografía muy ampliada, desenfocada, de lo que parecía ser una gallina posada en una piedra. Mirada desde lejos, sin embargo, la gallina se convertía en una cofia, y el semblante de una dama anciana y corpulenta resplandecía en la habitación.

Sólo me he emborrachado dos veces en mi vida, y la segunda fue aquella tarde, así que una confusa capa de niebla empaña todo lo que pasó, aunque un sol espléndido iluminó el apartamento hasta pasadas las ocho. Sentada encima de Terence, mistress Wilson llamó por teléfono a varias personas, y luego se acabaron los cigarrillos, y bajé a comprar a la tienda de la esquina. Cuando volví, los amantes habían desaparecido, y yo me senté prudentemente en el cuarto de estar y leí un capítulo de Simón, llamado Pedro: o era infame o el whisky distorsionaba las cosas, porque aquello no tenía ningún sentido.
En el momento en que Terence y May (después de a primera copa mistress Wilson y yo nos tuteamos) reaparecieron, los invitados empezaron a llegar al apartamento.
La hermana, Cindy, era una chica delgada y con mucho mundo de unos treinta años, pelirroja, tosca como un muchacho y peinada con brillantina, y de una blancura láctea, cosmética. Se había depilado las cejas y se las había repintado en un ángulo más elegante, pero los esfuerzos de la naturaleza para restaurar la línea antigua le daban a la cara una expresión incoherente. Cuando Cindy se movía, el cascabeleo en sus brazos de las innumerables pulseras baratas producía un tintineo incesante. Entró con tal ansiedad de propietaria, y miró el mobiliario tan posesivamente, que pensé que quizá fuera aquella su casa. Pero se lo pregunté y se echó a reír de un modo exagerado, repitiendo mi pregunta en voz alta. Me dijo que vivía con una amiga en un hotel.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora