James Wilson 3

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En el único edificio a la vista, una casa de ladrillo amarillo que se levantaba en el límite de la tierra baldía, entre Chicago y New York. James Wilson estaba tan borracho como pudiera estarlo cualquier marido celoso. Tendido sobre una cama de color rojo, bebía whisky directamente de la botella que tenía en la mano, y luego, para eliminar el mal sabor, sorbía un poco un vaso lleno de agua y cubitos de hielo. Eran las cuatro de la madrugada; su mente ebria elaboraba fantásticos planes para asesinar a su infiel mujer tan pronto como ésta volviera a casa. Si es que volvía. Era demasiado tarde para llamar a su primera esposa y preguntarle por los niños; tampoco serviría de nada telefonear a alguno de sus amigos, ahora que su profesión estaba prácticamente destrozada.
Hubo un tiempo en que muchos se hubieran sentido halagados de recibir su llamada; ahora ya no. No después de dejar a su primer esposa. No pudo contener una leve sonrisa al pensar cómo, tiempo atrás, los problemas de James Wilson habían quitado el sueño a algunas de las más rutilantes elites de América.
  Finalmente, mientras sorbía el enésimo trago, oyó que abrían la puerta. Siguió bebiendo hasta que su mujer se plantó ante él. Le pareció hermosísima, con su cara angelical, sus espirituales ojos y su cuerpo, frágil pero perfectamente formado. En la pantalla, su belleza destacaba todavía más. Cien millones de hombres de todo el mundo estaban enamorados del rostro de May Wilson, y pagaban por verlo en la pantalla.
  —¿Dónde diablos has estado? —preguntó James.
  —Por ahí... —fue la respuesta.
  Evidentemente, May había juzgado erróneamente la borrachera de su marido. Vio que derribaba la mesita de cóctel y sintió que sus dedos le atenazaban la garganta. James estaba furioso, pero al ver tan de cerca el mágico rostro de su mujer, con aquellos fascinantes ojos violeta, su ira desapareció y volvió a sentirse inerme. Entonces ella cometió el error de sonreír burlonamente. Él cerró los puños y su brazo derecho tomó impulso.
  —¡En la cara no, James! ¡Estoy haciendo una película con T.G.! —gritó May

  La golpeó en el estómago. Ella cayó al suelo, y James se le echó encima. Podía oler su aliento fragante, mientras ella luchaba por respirar. Golpeó a su esposa en los brazos y en los bronceados muslos. La golpeó como años atrás lo había hecho con los chicos del barrio. Era un castigo doloroso, pero que no provocaría ninguna desfiguración duradera, ni la pérdida de dientes, o la deformación de la nariz.
  Sin embargo, sus puñetazos no tenían fuerza suficiente. No podía pegarle, algo se lo impedía. Y ella se mofó abiertamente. Tendida en el suelo, con el vestido subido hasta los muslos, May gritó, riendo:
  —¡Vamos, James, sigue golpeando si ello te divierte!
  James se levantó. La odiaba, pero nada podía contra su mágica belleza. Con una ágil pirueta de bailarina, May se levantó. Quedó frente a su marido y se puso a bailar a su alrededor, al tiempo que cantaba: «James no me hace daño, James no me hace daño»

—¡Pobre hombre! —añadió con voz triste—. Se entretiene dándome azotes, como si yo fuera una niña. Siempre serás un chiquillo romántico y estúpido; incluso haciendo el amor eres infantil. Te imaginas que ha de ser algo tan suave y aletargado como las canciones que cantabas.
  Meneó la cabeza y añadió:
  —Pobre James. Adiós, James.
  Luego se dirigió a su dormitorio y él oyó que cerraba la puerta con llave.
  James estaba sentado en el suelo, con el rostro entre las manos. La humillación y el desespero lo abrumaban. Poco después, sin embargo, la dureza que le había ayudado a sobrevivir en la jungla de Broadway le hizo buscar el teléfono y pedir un automóvil que le trasladara al tren. Había una persona que podía salvarlo. Regresaría a Nueva York y acudiría al hombre que tenía el poder y la sabiduría que él necesitaba, al hombre que le apreciaba sinceramente, al único hombre en quien todavía confiaba.

  Cientos de personas y muchas más recibieron invitaciones para la boda de la señorita Candy Ardlay, que debía celebrarse el último sábado del mes de agosto de 1919. El patriarca, nunca se había olvidado de sus antiguos amigos y vecinos, a pesar de que ahora vivía en una enorme y suntuosa mansión de Lakewood. La recepción se celebraría allí y la fiesta duraría todo el día. Era indudable que sería todo un acontecimiento. La guerra acababa de terminar, de modo que nadie estaría angustiado por la suerte de un hijo o familiar en el campo de batalla. El momento era propicio.
  Así, durante toda la mañana del día señalado, la casa se llenó de amigos que deseaban honrar a William Albert Ardlay. Todos traían unos paquetitos envueltos en papel color crema, que contenían dinero en efectivo. Nada de cheques ni objetos de regalo: billetes de banco y una tarjeta con el nombre de quien ofrecía el presente. La cantidad de dinero establecía el grado de respeto por el Patriarca. Un respeto bien ganado.
  Ardlay era un banco a quien todos acudían en demanda de ayuda, y nadie salía defraudado. Nunca hacía promesas vagas ni se excusaba alegando que sus manos estaban atadas por fuerzas más poderosas que él mismo. No era necesario que uno fuera amigo suyo, como tampoco tenía importancia que uno no tuviera medios de devolverle el favor. Sólo existía una condición: que uno, uno mismo, proclamara su amistad hacia él. Y luego, por pobre que fuera el suplicante, su mano derecha George Villers, asumía sus problemas y no se concedía descanso hasta haberlos solucionado. ¿Su premio? La amistad, el respetuoso título de «Señor», a veces el más íntimo de «Patriarca», y tal vez, sólo en prueba de agradecimiento y nunca con ánimo de lucro, algún que otro regalo, como una botella de vino casero o una canasta de taralles hechas especialmente para ser saboreadas en la mesa de Los Ardlay el día de Navidad. Así pues, sólo se trataba de pruebas de amistad, una forma de reconocer que se estaba en deuda con él y que George, en cualquier momento, tenía el derecho de pedir, en pago, cualquier pequeño servicio que precisara.
  En el gran día de la boda, el conde McKinahan estaba de pie ante la puerta principal de la mansión para recibir a los invitados, todos gente conocida, personas de confianza. Muchos debían su éxito al Señor, y en una ocasión tan solemne se sentían con el derecho de llamarle «Patriarca». Ese día incluso el personal de servicio estaba formado por amigos suyos. El encargado del bar era un viejo camarada cuyo regalo había consistido en la aportación de todos los licores para la fiesta, además de sus servicios como experto barman. Los camareros eran amigos de los sobrinos de Albert.
  Lauren recibía a todos —ricos y pobres, poderosos y humildes— con iguales muestras de afecto. Era su carácter. Los invitados se maravillaban en voz alta de lo bien que le sentaba el esmoquin; tanto, decían, que cualquiera hubiera podido confundirlo con el novio.

George se había retirado hasta aquel rincón del jardín para contar a Archie y su novia Annie, chismes y anécdotas relacionados con algunos de los invitados. Le divertía ver que Annie encontraba pintorescas a todas aquellas personas y, como siempre, le encantaba el interés que la muchacha mostraba por todo cuanto no conocía. Finalmente, la atención de Annie se concentró en un grupito de hombres que se hallaban reunidos alrededor de un barril de vino casero.

Con su agudeza habitual, ella comentó que ninguno de los cuatro parecía excesivamente feliz.
—No, no lo son —contestó George, riendo—. Están esperando ver a William en privado. Todos tienen favores que pedirle.
En efecto, los cuatro hombres no perderían de vista al Señor.
Mientras Lauren recibía efusivamente a los invitados que llegaban, un Chevrolet negro se detuvo en la entrada de la alameda. Sus dos ocupantes sacaron del bolsillo unas libretas y, sin disimulo alguno, fueron anotando los números de matrícula de los coches allí aparcados.
—Deben de ser policías —dijo Archie, volviéndose hacia George.
—La calle no es de los Ardlay. Que hagan lo que quieran —respondió, encogiéndose de hombros.
Los toscos rasgos de James enrojecieron de ira.
—Estos piojosos no respetan nada —vociferó.
Bajó los escalones de la casa y se dirigió hacia donde habían aparcado el Chevrolet negro. Furioso, se enfrentó al conductor y éste, sin parpadear siquiera, se limitó a mostrarle una tarjeta de identificación de color verde. James retrocedió sin decir palabra y escupió sobre el maletero del vehículo. Supuso que el conductor saldría del automóvil para pedirle explicaciones, pero no sucedió nada.
—Son del FBI —informó a George cuando llegó a la puerta de la casa—. Anotan el número de matrícula de los coches de nuestros invitados. ¡Los muy cerdos!
George sabía perfectamente quiénes eran. Había advertido a sus invitados más íntimos que no acudieran a la fiesta en sus propios automóviles. Aunque desaprobaba el comportamiento de James, el berrinche no había resultado del todo inútil; con toda seguridad había servido para convencer a los agentes federales de que no esperaban su presencia. Por ello, George no se enfadó. Hacía muchos años que había aprendido que es preciso soportar algunos insultos, y también sabía que en este mundo siempre llega el momento en que el más humilde de los hombres, si mantiene los ojos bien abiertos, puede vengarse de los más poderosos. Era esto lo que evitaba que George perdiera la humildad que siempre le había caracterizado y que tanto admiraban sus amigos.
En el jardín de la parte posterior de la casa, la orquestina empezó a tocar. Ya habían llegado todos los invitados. George se olvidó de los intrusos y, acompañado de los Ardlay mayores, se dirigió al lugar donde se celebraría la fiesta.
En el enorme jardín había centenares de personas. El camino al altar estaba lleno de rosas blancas, Lupinos, Magnolias, Narcisos y besos de novia.
—George, ven rápido por favor, Candy ya está lista.

Cómo se había planificado con anterioridad la palabra "rápido" que le fuera dirigida a él por medio de Elroy, sería un indicativo de qué había algún problema de vida o muerte con la seguridad física de William.
Fue entonces que el protocolo de emergencia se pondría en acción inmediatamente y Lauren, utilizando las gafas de William, junto con otra mujer tomarían los respectivos lugares de los novios para proteger su integridad y cubrir sus ausencias.
Situación que Candy no obedeció, a causa de su estado de confusión y que lamentablemente había olvidado.
No escuchó la advertencia.
Caminó ella misma hasta el altar...

Lauren la persiguió tratando de recordarle la situación, pero Candy no le dio ni una sola oportunidad.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora