Conde McKinahan 2

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Albert ha llenado la mansión con fotos mías por doquier, como dejando claro que es territorio ocupado. Como regalo de bienvenida ha acondicionado una de las habitaciones para que sea mi estudio y las otras dos son la de invitados y la de Lauren.

Sí, su amigo Lauren o conde McKinahan, que vive a menos de quince minutos de distancia, tiene su propia habitación en la mansión, no menos extraño es que Albert todavía conserve su habitación de soltero en la suya, algo que a mí me resulta más que curioso, pero procuro guardar un prudente silencio al respecto.
Cuando Albert me lo presentó yo estaba al borde de un ataque de nervios. ¿Por qué? No lo sé. Hay algo en él que me intimida, algo turbio en su mirada, como si supiera más de lo que dice. Apenas le he visto tres o cuatro veces. Albert me advirtió que es muy importante en su vida, por eso me he esforzado por caerle bien. El día que le conocí se mostró tímido y adorable conmigo, pero después su actitud cambió. Ahora me ignora con cordialidad y me dirige la palabra solo si es estrictamente necesario.
Me consta que intentó disuadir a Albert de que viviéramos juntos sin llegar a casarnos y eso me duele. Es probable que piense que no soy lo bastante buena para él, y en ese
sentido, no puedo reprochárselo, porque yo lo pienso con mucha frecuencia. Ya me lo advirtió mi hermana: salir con un hombre más atractivo que tú es letal para la autoestima. Pero como yo soy poco dada a escuchar consejos, aquí estoy, comprometida con un hombre que a todas luces no merezco, pero que por algún extraño milagro me mira como si yo fuera la única mujer de la Tierra.

Antes de que Albert se marche, me acerco para darle un beso de despedida, pero él me lanza sobre la cama, arrugándome el vestido y desbaratando el recogido que había improvisado minutos antes con mi pelo. Nos despedimos entre risas y, de camino a las escaleras, intento enmendar el desastre, pero es inútil, tendré que hacerlo pasar como una pequeña extravagancia; ventajas de la alta sociedad.
Salgo a la calle para toparme con el otoño de Lakewood, el aire fresco y seco de la sierra, el arbolado multicolor, el ajetreo de la gente... En el tren todo el mundo lleva prisa, todos salvo yo, que voy sonriendo embobada. Supongo que debo parecer a la legua una turista.
Llego con media hora de adelanto a la clínica Feliz, agitada y nerviosa, como una niña en su primer día de colegio. Me dirijo hasta mi mesa con timidez, saludando a quienes voy encontrando de camino. La clínica va cobrando vida y a las nueve esto es un hervidero de gente.

El viernes, al salir del trabajo, me voy directa a casa porque Albert ha invitado a Lauren a cenar y quiero lucirme en mi puesta de largo como anfitriona. Como cada día, me encuentro la casa como si estuvieran a punto de hacer un reportaje fotográfico para una revista de decoración. Todo gracias a la señora Buda, una infatigable mujer rumana que lleva tiempo trabajando para los Ardlay. Es como un hada que obra sus milagros sin ser vista. Llega cuando yo ya me he ido a trabajar y se marcha antes de que vuelva, de modo que no nos vemos nunca. También es la encargada de prepararnos la cena y hacer la compra diaria, así que no tengo que hacer nada en la casa, salvo cocinar por placer cuando me apetezca.
La señora Buda ha dejado los ingredientes que le encargué en la nevera. Pongo música, me sirvo un Martini y me dispongo a disfrutar en esta enormidad de cocina. Me hace gracia que esté tan bien equipada cuando me consta que, a nivel culinario, Siempre he sido es una de las personas más torpes que conozco.
Una vez tengo la ensalada encaminada, me voy a la habitación para darme un baño relajante, porque me siento como si fuera a presentarme a un examen habiendo estudiado poco. Al cabo de media hora salgo del agua y me visto de manera informal.
Mientras me estoy secando el pelo, Albert llama para decirme que su tren va con retraso y que no podrá llegar antes de las diez. Maldita sea, odio tener que estar a solas con su amigo.
A las nueve y media suena el timbre. Tenía la vana ilusión de que se retrasara, pero, por desgracia, llega con puntualidad británica. Me miro en el espejo con desgana y voy a abrirle la puerta a nuestro invitado. Lleva una gruesa chaqueta de motorista, el casco en la mano y su inconfundible look desaliñado.
—La señora de la casa, supongo —dice con su habitual sarcasmo mientras me da dos besos en las mejillas. Sé que me está provocando, pero no pienso morder el anzuelo, así que le regalo la más hipócrita de mis sonrisas.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora