La elite 2

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—Terence compró esa casa porque la mansión Ardlay se encuentra al otro lado de la bahía.
Así que no sólo suspiraba por las estrellas aquella noche de junio.—Y entonces Terence cobró vida para mí: de repente salió del útero de su esplendor inútil.
  —Quiere saber —continuó May — si invitarías a tu esposa una tarde para que luego se presentara él.
  La modestia de la petición me desconcertó. Había esperado cinco años y había comprado una mansión donde repartía luz de estrellas entre polillas que acudían al azar, sólo para poder «presentarse» una tarde en el jardín de un extraño.
  —¿Y tenía yo que saber toda la historia antes de que me pidiera algo tan insignificante?
  —Está asustado. Ha esperado mucho tiempo. Pensaba que podías molestarte. En el fondo, ya no es tan duro como parece.

Algo me preocupaba.

—¿Por qué no te pide que le prepares una cita?
—Quiere que Candy vea su casa —me explicó—. Y tu casa está al lado.
—¡Ah!
—Creo que abrigaba cierta esperanza de ver a Candy alguna noche en una de sus fiestas —continuó May—. No fue así. Entonces empezó a preguntarle a la gente, como por casualidad, si la conocían, y yo fui la primera con la que dio. Fue la noche que me llamó durante la fiesta y tendrías que haber oído de qué manera tan rebuscada y estudiada me habló del asunto. Sugerí inmediatamente, como es natural, un almuerzo en Nueva York, y creí que iba a perder los nervios: «¡No quiero hacer nada incorrecto! Es mi única amiga... Quiero verla en la casa de al lado». Cuando le dije que eras su esposo y amigo íntimo de mi esposo, James, Terence estuvo a punto de abandonar la idea. No sabe mucho de William, aunque dice que ha leído durante años un periódico de Chicago sólo con la esperanza de ver el nombre de Candy.

—Llega desde Paris en tres dias, viene a firmar la anulación de nuestro matrimonio... es un asunto secreto, y bastante complicado, pero creo que es la última opción que tengo de tener un poco de paz. —Y de que regrese con William pensó — pueden organizar todo, Candy ahí estará.

—Y Candy debería tener algo en la vida —murmuró May.
—¿Crees que quiera ver a Terence?
—No tiene que enterarse. Terence no quiere que sepa nada. Sólo tienes que invitarla a tomar el té.
Dejamos atrás una barrera de árboles en penumbra y las fachadas de la calle Cincuenta y nueve, una franja de luz débil y pálida, brillaron sobre el parque. A diferencia de Terence y James, yo no tenía una chica cuyos rasgos incorpóreos flotaran en las cornisas oscuras y los cegadores anuncios luminosos, así que atraje hacia mí a la chica que tenía al lado, estrechándola entre mis brazos. Su boca desdeñosa, triste, sonrió, así que la atraje más, hacia mi boca esta vez.

Cuando volví a West Egg aquella noche, temí por un momento que mi casa estuviera en llamas. Eran las dos de la madrugada y la punta de la península fulguraba con una luz que caía irreal sobre los setos y producía destellos alargados en los cables eléctricos de la carretera. Al doblar una esquina, vi que era la casa de Terence, iluminada de la torre al sótano.
Al principio pensé que se trataba de otra fiesta, una francachela descomunal y salvaje que había terminado con los invitados jugando al escondite por toda la casa. Pero no se oía un ruido. Sólo el viento en los árboles, el viento, que agitaba los cables y provocaba que las luces se apagaran y volvieran a encenderse como si la casa parpadeara en la oscuridad. Mientras mi taxi se alejaba gimiendo, vi que Terence se acercaba a través del césped.
—Tu casa parece un volcán en erupción —dije.
—¿Sí? —Se volvió a mirar, como ausente—. He estado echándoles un vistazo a algunas habitaciones. Vámonos a Coney Island, compañero
En mi coche.
—Es muy tarde.
—¿Y si nos damos un baño en la piscina? No la he usado en todo el verano.
—Tengo que acostarme.
—Muy bien.
Esperó, mirándome, conteniendo la impaciencia.
—He hablado con miss Wilson—dije al momento—. Mi esposa llega de Paris en dos dias. ¿Te gustaría tomar el té?
—Ah, perfecto —dijo, como si le resultara indiferente—. No quiero causarte ninguna molestia.
—¿Qué día te viene bien?
—¿Qué día te viene bien a ti? —me corrigió inmediatamente—. No quiero causarte ninguna molestia, de verdad.
—¿Viernes?
Lo pensó unos segundos. Y, poco convencido, dijo:
—Habría que cortar el césped.
Miramos la hierba: una línea bien definida marcaba dónde acababa mi césped desigual, abandonado, y empezaba a extenderse el suyo, más oscuro, perfectamente cuidado. Sospeché que se refería a mi hierba.
—Hay otra cosa sin importancia —dijo, inseguro, titubeante.
—¿Prefieres que lo retrasemos unos días? —pregunté.
—No, no es eso. Pero... —probó varios comienzos—. Bueno, he pensado... Sí, mira, compañero, tú no ganas mucho dinero, ¿verdad?
—No mucho, aunque tengo demasiado trabajo —dije—. Te lo agradezco, pero no puedo aceptar más.
Esto pareció tranquilizarlo. Esperó un momento, atento a que yo empezara alguna conversación, pero me costaba reaccionar, tan abstraído estaba, y Terence volvió a su casa de mala gana.
La tarde había hecho que me sintiera irresponsable y feliz, y creo que, conforme entraba en mi casa, me sumergí en un sueño profundo. Así que no sé si Terence fue o no fue a Coney Island. O cuántas horas pasó «echándoles un vistazo a algunas habitaciones» mientras su casa fulguraba con ostentación.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora