Conde McKinahan 3

70 10 4
                                    

New York.
Embutido en un flamante traje de franela blanca pisé su césped un poco después de las siete y vagabundeé incómodo entre remolinos de gente a la que no conocía, aunque de vez en cuando encontraba una cara que había visto en el tren. Me impresionó la cantidad de ingleses jóvenes que había por todas partes: todos bien vestidos, todos con pinta de tener hambre, todos hablándoles en voz baja y muy en serio a americanos sólidos y prósperos. Di por supuesto que vendían algo: bonos, seguros o automóviles. Por lo menos eran angustiosamente conscientes del dinero fácil que se movía alrededor y estaban convencidos de que sería suyo a cambio de unas cuantas palabras en el tono justo.
En cuanto llegué, intenté saludar a mi anfitrión, pero las dos o tres personas a quienes pregunté por él me miraron tan asombradas y negaron con tanta vehemencia conocer los movimientos de T. G., de modo que me escabullí en dirección a la mesa de los cócteles, el único sitio del jardín donde alguien sin compañía podía quedarse un rato y no parece solo y perdido.
  Había decidido por puro desconcierto emborracharme escandalosamente cuando Eleanor, salió de la casa y se detuvo en lo alto de la escalinata de mármol para, retrepándose un poco, observar el jardín con interés y desdén.
  Me recibieran bien o mal, creí necesario pegarme a alguien antes de empezar a ponerme afectuoso con todo el que pasara.
  —¡Hola! —rugí, avanzando hacia ella. Mi voz, en el jardín, sonó demasiado alta, anormal.
  —Había pensado que quizá estuviera aquí —respondió como ausente cuando subí la escalera—. Recordaba que usted vivía en la casa de al lado...
  Me cogió la mano de un modo impersonal, como una promesa de que se ocuparía de mí en unos segundos, y prestó oído a dos chicas que llevaban vestidos idénticos, amarillos, y se fue mientras se habían detenido al pie de la escalinata.
  —¡Hola! —gritaron al unísono—. Qué pena que no ganaras.
  Hablaban del torneo de box. Eleanor Baker había perdido en las finales la semana anterior.
  —No sabes quiénes somos —dijo una de las chicas de amarillo—, pero te conocimos aquí hace cosa de un mes.
  —Os habéis teñido el pelo —contestó, y yo me sobresalté, pero las chicas habían seguido despreocupadamente su camino y las palabras las oyó la luna, sin duda, de la cesta del proveedor. Con el brazo delgado y dorado descansando en el mío, bajamos la escalinata y deambulamos por el jardín. Una bandeja de cócteles se nos acercó flotando en el crepúsculo y nos sentamos a una mesa con las dos chicas de amarillo y tres hombres, que se presentaron, los tres, como mister Mmmm.
  —¿Venís mucho a estas fiestas? —preguntó a la chica que tenía al lado.
  —La última fue en la que te conocí —respondió la chica con voz segura, enérgica. Se volvió a su amiga—: Tú, igual, ¿no?
  Así era.
Cada vez la risa es más fácil, se prodiga más, se derramaba ante cualquier palabra alegre. Los grupos cambian con más rapidez, crecen con los recién llegados, se disuelven y se forman en el mismo suspiro; ya se ven, vagabundeando, chicas seguras de sí mismas que serpentean entre invitados más sólidos y más estables, se convierten por un momento fugaz y feliz en el centro de un grupo, y, con la emoción del triunfo, desaparecen silenciosamente entre la marea de caras y voces y colores bajo la luz que cambia sin cesar.
  De repente una de esas chicas, vibrante en su vestido de ópalo, coge al vuelo un cóctel, se lo bebe valientemente de un trago y, moviendo las manos, baila sola en la pista de lona y el director de la orquesta se ve obligado a acoplarse al ritmo de la chica, y las habladurías se disparan mientras corre la falsa noticia de que es la suplente de Eleanor Baker en el Follies. Ella ha empezado la fiesta. En sus jardines azules hombres y chicas iban y venían como mariposas nocturnas entre los murmullos, el champagne y las estrellas. Cuando subía la marea, yo miraba a los invitados, que se tiraban desde el trampolín de la balsa de T.G., o tomaban el sol en la arena de su playa privada mientras dos lanchas motoras surcaban las aguas del estrecho y remolcaban a esquiadores acuáticos sobre cataratas de espuma. El bar bulle de animación, y las incesantes rondas de cócteles atraviesan flotando el jardín, y lo impregnan, y hasta el aire se vivifica con las conversaciones y las risas, y las insinuaciones sin importancia y las presentaciones olvidadas al instante, y los encuentros entusiastas entre mujeres que jamás han sabido el nombre de la otra.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora