William Albert

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Llevaba menos de un año trabajando de enfermera voluntaria con el doctor Martin y, de auxiliar en el hogar de Pony, aunque no era fácil ver a todos esos niños abandonados sin nadie que los quisiera y protegiera como unos padres, aprendí que nosotras estábamos allí para, al menos, paliar esas carencias, así que me esforcé todo lo que pude en ello.
  Era impresionante ver como cambiaban el día que había visita de posibles padres adoptivos. Se lavaban la cara y las manos a conciencia y se repeinaban con su propia saliva.
  Se me encogía el corazón, cuantas veces yo también hice lo mismo pero en mi semblante solo dejaba ver mi aprobación ante tan gran esfuerzo.
  Por lo general, como siempre las parejas solicitantes, querían bebés o niños muy pequeños, así que a pesar de las sonrisas y los buenos modales de los que hacían gala los chicos de seis a doce años, pasaban deprisa delante de ellos hasta la habitación designada a los más menores.

  La desilusión no se mostraba en sus rostros hasta que estos habían abandonado el hospicio.

  Al día siguiente de una de las visitas, aparecí con un carro lleno de manzanas de caramelo.
  Cuando Marcell me pilló en la cocina, aquella mañana temprano, insertando la fruta en unos palos y mojándolas en el azúcar caliente, no dudó en echarme una mano. William se ofreció a ayudarme a llevarlas y repartirlas.
  Merecía la pena ver sus rostros sonrientes después de la nueva decepción por ser rechazados.

  A mediados de mes William, me había dicho que ese martes iríamos a cenar y a bailar, pero a un lugar muy exclusivo de Nueva York, y me pidió que me comprara algo para la ocasión. Me extrañó que eligiera un día entre semana, pero, ¿quién era yo para contradecirle? Avisé a la hermana Maria de que a día siguiente empezaría a trabajar algo más tarde.
  Sophia y Annette me ayudaron a elegir el vestido para esa noche.
  Habíamos salido muchas veces, pero esta parecía ser algo especial y mi vestido tenía que estar a la altura. Era negro, con escote palabra de honor y falda de vuelo con tul debajo. Zapatos de charol con tacón, también negros, y medias de seda. Muy a la moda. Me hicieron un recogido y me maquillaron como las artistas de la época, con una raya de kohl perfilando mis párpados y resaltando el color verde de mis ojos. Como remate, saqué mi lápiz de labios rojo.
  Hasta yo me veía impresionante.
  La nota discordante fue George.
William, que me esperaba abajo, subió cuando estaba terminando de arreglarme para decirme que había surgido algo urgente y tenía que atenderle. Me molesté, el viaje a Nueva York era largo y queríamos llegar pronto y disfrutar de la noche sin prisas.
  Oí susurros fuera y salí a escuchar.
  —No lo puedes decir en serio, George. Hoy no.

—Lo siento, pero esto ya no puede esperar.
  —Hablemos abajo.
  William me había visto salir de la habitación. Miré con disgusto a George porque mi marido llevaba toda la semana planeando esta salida y llegaba él, como siempre, a arruinar su buen humor.
  Tardaron casi una hora y cuando salieron, William me besó y me pidió que le esperara en el despacho mientras subía con James al solárium. Debería estar acostumbrada a sus apariciones, pero no era así. George llegaba, y todo cambiaba, hasta el ambiente de alrededor se enrarecía.
  Tardaron más de lo que hubiese deseado.

  La expresión de William era triste, a pesar de su intento por disimular, pero se esforzó mucho para que todo fuera como él lo había planeado.

  Cenamos y disfrutamos viendo en directo al grupo Dion And The Belmonts. Tarareé mi canción favorita Runarounnd Sue a la vez que la escuchaba y luego fuimos a bailar al Cotton Club, el local del que tanto había oído hablar.
  Me encantaba dejarme llevar entre los brazos de aquel hombre que me había ido conquistando poco a poco hasta acabar enamorándome. No podía saber a ciencia cierta el alcance de sus sentimientos por mí, pero siempre se había mostrado paciente, y algo en la forma en la que me miraba me decía que, aunque no estuviera enamorado, me quería a su manera.
  —Esta noche estás bellísima poupett—dijo de esa forma francesa que me volvía loca—. Ya no queda nada de la mujer que llegó de Paris hace un año.
  —¿Fue un día como hoy? —pregunté perpleja; él asintió con una sonrisa deslumbrante—. ¿Hoy hace un año de aquello?
  —Tal día como este, hace un año, llegaste para que tus ojos me persiguieran sin descanso por mucho que me esforcé por olvidarlos, eres lo único que mi amnesia no desapareció —dijo, acariciando mi rostro con sus dedos, desde la sien hasta mis labios, deslizándolos por el inferior, donde se detuvo a igual que su mirada. Parecía querer memorizar cada rasgo de mi óvalo tanto con el sentido de la vista como con el del tacto.
  Me quedé realmente sorprendida al darme cuenta de que era Octubre y aunque no sabía qué día fue exactamente el que había tenido que volver, podría ser perfectamente este mismo, un año atrás. El hecho de que William quisiera celebrar ese día en concreto, y no el de nuestro compromiso o aniversario de boda, provocó que mi corazón latiera de un modo totalmente diferente al que lo hacía cuando estábamos en la intimidad.Se me humedecieron los ojos, y tuve que apoyar mi cabeza en su hombro. William Albert Ardlay era un hombre romántico, nunca lo habría pensado mientras recordaba como su mano se perdía bajo los pantalones de una mujer casada, semanas después de ese primer encuentro, y menos que me confesara que me deseó desde el día que nos vimos por primera vez.
  Cuando volvimos a la mesa, se levantó y sacó una caja de terciopelo rojo, cuadrada y plana. —Este día es muy especial para mí. Ha sido un año difícil en muchos sentidos, y tú has alegrado muchas de esas jornadas que me parecían imposible mejorar. Sé que para ti tampoco ha sido fácil. Irrumpí en tu vida de una forma arrolladora y egoísta, cambiándola por completo, sin pedirte permiso ni disculparme por ello. Por eso quiero darte esto. —Abrió la caja sacando una gruesa gargantilla de oro de la que pendía un pequeño corazón del mismo metal precioso con incrustaciones de rubíes—. Con este regalo te entrego mi corazón —dijo, mientras me abrochaba la gargantilla al cuello, depositando un suave beso en mi nuca al terminar—, me gustaría que lo llevaras siempre para que seas consciente de lo que significas para mí.
  Entregarme su corazón era darme su amor si lo interpretaba adecuadamente. Era lo más parecido a un «te amo» que pudiera llegar a escuchar de sus labios. Yo tampoco había pronunciado jamás esa palabra, porque hasta hacía muy poco no conocía el alcance de mis sentimientos hacia él, ahora lo sabía y esa noche se lo confesaría.
  —Gracias. Es precioso, no me lo quitaré jamás —pronuncié, con los ojos humedecidos de emoción.
  Nos fundimos en un beso sellando esos sentimientos que éramos incapaces de verbalizar.

  Una vez llegamos a Nueva Jersey, aparcamos el coche en el estacionamiento que tenía a unos metros y fuimos paseando hasta nuestro edificio. Era de madrugada y la calle estaba desierta.
  —Ha sido una noche perfecta. Por un momento pensé que George arruinaría nuestra cita —dije, parando nuestros pasos—, pero ha sido todo maravilloso —dije agarrándolo por la nuca, sosteniéndome en las puntas de los pies para besarle—. Gracias por...
  Sin poder terminar mis palabras, me vi empujada por William hasta caer sentada en el asfalto. Todo parecía suceder a cámara lenta. La expresión de ira en su cara, el chirriar de un coche al girar en marcha y el destello acompañado de pequeñas explosiones. Mi cuerpo permanecía paralizado, intentando procesar las imágenes que desfilaban ante mis ojos. En el cuerpo de William parecían impactar varios proyectiles procedentes del automóvil, lo vi derrumbarse en el suelo y mirarme suplicándome que me pusiera a salvo. No podía moverme por mucho que mi cerebro enviara las órdenes pertinentes a mi cuerpo para que así lo hiciera, solo quería avanzar hasta llegar a él y protegerle, hasta que vi como el azul de sus ojos desaparecía detrás de sus párpados.
  Alguien parecía gritar dejándome sorda, evitando que pudiera percibir cualquier sonido que sucediese a mi alrededor.
  Más tarde me daría cuenta de que era yo misma la que profería aquellos alaridos.
  No fui consciente de que el coche desapareció de la misma forma que había aparecido, ni de cómo había llegado hasta él, pero los rasguños de mis rodillas, las medias rotas, y mis zapatos olvidados en la calzada, constataron que lo hice arrastrándome por el sucio asfalto.
  —William, Albert —pronuncié su nombre, temblando, histérica, sintiendo que no era yo la que estaba viviendo aquello, mientras mantenía su cabeza apoyada en mi regazo.
  Su traje comenzaba a humedecerse de un líquido pringoso y caliente. Levanté la mano para ver mi palma llena de sangre.
  —¡Noooooooo, no, no! —grité llena de angustia.
  Agité su mandíbula pidiéndole que me hablara, que abriera sus ojos azules.
  —Despierta, no me puedes hacer esto —musité desesperada—. Hoy no, ahora no. Tienes que ponerte bien. Tienes que escuchar lo que te tengo que decir. No puedes darme tu corazón para ahora arrebatármelo y dejarme —le recriminé destrozada—. Tienes que vivir..., por favor —le susurré al oído, mientras me tocaba el colgante que me acababa de regalar—, tienes que quedarte conmigo. Al final te saliste con la tuya, conseguiste que te amara y no he podido decírtelo, tienes que saberlo, Albert, tienes que escucharlo de mis labios —sollocé rota de dolor.
  Nadie nos socorrió porque la ciudad dormía mientras la vida de mi marido se apagaba. El restaurante permanecía a oscuras y vacío en la distancia, era de madrugada, estábamos solos, él y yo, tirados en la calle.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora