Lakewood

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3 Años atrás...

Ya no hay vuelta atrás. El ajetreo de los últimos meses debería concluir con este traslado, pero mi pecho aún late a contrapié, como resistiéndose a asimilar la realidad, en parte porque mi yo racional no para de advertirme que quizá esté cometiendo el mayor error de mi vida.
Albert es el tío abuelo William.
Albert y yo estamos solos en la cabaña.
Albert... es el tío abuelo William.

He de admitir que a veces yo también tengo dudas, pero cuando esto ocurre, me basta verle dormir, en la penumbra, para disiparlas. Podría pasarme horas mirándolo, en mis veintiún años de vida jamás había sentido algo semejante.
Tengo el vértigo que se siente cuando las cosas van demasiado bien, como si en el fondo no me lo mereciera. lo buen amigo que es, en cuanto lo conocí, lo entendí.
La historia de Albert sigue siendo un enigma para mí porque él es muy poco dado a hablar de sí mismo.

A las siete, el despertador me sorprende sin haber pegado ojo, estoy demasiado excitada como para poder dormir. Albert se despereza feliz y me dice que debemos ir a pescar el desayuno. Es algo que adoro de él, siempre amanece de buen humor, como si el mundo fuera algo maravilloso que se desplegara para él cada mañana.

Después de obtener un buen pescado, me acerco a la canasta para sacar una botella de vino blanco, sin haberle preguntado si le gusta o lo prefiere tinto. Supongo que no estoy siendo una buena anfitriona, pero como él tampoco está siendo muy cortés, no me siento demasiado culpable. Cojo un sacacorchos de un cajón y se lo lanzo. Si el silencio es su juego, jugaremos. Lo coge al vuelo y se pone a abrir la botella. Sirve el vino con la solemnidad de un cura en el altar, lo huele, lo prueba y, solo entonces, se digna a mirarme, acercándome una de las copas.
—¿Por qué brindamos, por los secretos descubiertos, quizás? —me pregunta con ironía.
—Por Lakewood y los encuentros mágicos que propicia. —Salud, Candy.
—Salud, Albert.
Chocamos nuestras copas y bebemos un poco de vino. Se acerca a la encimera donde he dejado un bol con aceitunas rellenas, se mete dos o tres en la boca y me lo acerca para que yo haga lo propio.
—Come —ordena—, no conviene beber con el estómago vacío. —¡Qué paternal!
—No te creas... —me replica con una extraña sonrisa.
Le acerco una barra de pan y un cuchillo para que lo corte y lo coloque en un cestillo de mimbre. Mientras tanto, se pone a aliñar el pescado, en extremos opuestos de un tronco.
Parece relajado, controlando la situación, en cambio yo tengo que hacer un esfuerzo ímprobo para ocultar mi estado de nervios, aunque me temo que el temblor de mis manos me delata. Y como soy una charlatana que no soporta los silencios, doy por perdido el pulso y me dispongo a hablar con una voz demasiado aguda para mi gusto.

—Solo quería que supieras que para mí es importante.
—Importantísimo. Oye, ¿siempre te pones así de nerviosa?

¿Se está burlando de mí? Apuesto a que no ha escuchado una palabra de lo que le he dicho. Me siento confusa, pero él, ajeno a mi debate interior, insiste:
—Digo que si siempre eres así de nerviosa.
—¡Por supuesto que no, Albert! —me defiendo a viva voz.
—Eso espero, tiene que ser agotador. Siéntate, relájate y saborea este delicioso Marqués de Riscal mientras yo pongo la mesa.
Me lleva hasta el tronco como una niña a la que han llamado al orden en la escuela.

—No soy una niña.
—A ver... si, parece que no.— Sonríe y no comprendo una vez más que es lo que sucede.

Nada más que una sonrisa, abre los brazos y exclama:
—¡A mis brazos, Candy!
Es uno de nuestros pequeños juegos. Cuando llegaba a casa yo corría hacia él y me levantaba en brazos girando como si tuviéramos tiempo sin vernos. Me da un poco de vergüenza hacerlo sabiendo ahora quien es, pero ¡qué demonios!

Albert me pide que acomode la improvisada la mesa. Sirve las copas y brinda por mí y por la extraordinaria aventura que hemos decidido emprender juntos. Con esta comida y este brindis hacemos oficial nuestra relación, con Poupe como único testigo, la única bendición que Albert necesita es la suya, que finalmente levanta su copa por nosotros con una triste sonrisa.
Supongo que será por la tensión acumulada, pero no tengo ni pizca de hambre, en cambio el come con avidez. Me gustan los hombres que comen bien, no sé por qué, supongo que a nivel inconsciente extrapolo ese apetito a todas las facetas de sus vidas.

Y, por primera vez desde que le conozco, me habla dejando a un lado el sarcasmo, me atrevería a decir que con un atisbo de ternura, mirándome fijamente a los ojos:
—Bromas aparte, gracias por este día irrepetible, Candy, bienvenida a Lakewood. Espero que seas muy feliz conmigo.
A continuación, toma mi mano y la besa como todo un caballero,

Cuando nos levantamos de la mesa son más de las tres. Albert parece muy alegre esta tarde; creo que mi hombretón ha bebido más de la cuenta, dormir en una leña es su manera de desconectarse después de la tensión de un día largo.

Los siguientes quince días se volatilizan en mis manos como espuma de mar, intentando adaptarme a mi nueva vida. En Lakewood, las cosas marchan razonablemente bien. Se respira un buen ambiente y el personal se esfuerza por aclarar mis dudas y por incluirme en sus planes de comidas y cafés, algo muy de agradecer porque siempre he odiado ser «la niña rica».
Las prolongadas ausencias de Albert me están resultando muy difíciles ya que duerme dos o tres noches por semana fuera de casa. Conocía de sobra su profesión, así que ni siquiera tengo derecho a quejarme, pero la verdad es que no sospechaba que pudiera ser tan duro. Cuando deambulo de aquí para allá como un ánima perdida. Todo limpio, todo impoluto, sin absolutamente nada que hacer.
Lakewood a veces es solitaria y fría, propia de un hombre soltero y amante del lujo. Dotada de todas las novedades tecnológicas del mercado: equipo de música y televisión, nevera, iluminación, enormes cortinas automatizadas... Todo un derroche de medios, pero todo lo opuesto a un hogar. Supongo que debería darle mi toque personal, pero aún no me siento con la suficiente autoridad y confianza para hacerlo. Es irónico, me considero la dueña absoluta de su tiempo libre y hago valer mis derechos, sin embargo, me siento incapaz de cambiar un jarrón de sitio.
Tendría que analizarlo para ver qué significa.
No obstante, todos mis recelos se vienen abajo en cuanto traspasa el umbral de la puerta. No sé qué extraño poder ejerce sobre mí, haciendo que todo a nuestro alrededor desaparezca. Cuando estamos así de juntos no existe nada más, solo somos él y yo, como un todo perfecto, dentro de una burbuja de amor.
Lo único que osa traspasar esa linde sagrada es la irritante presencia de George. Raro es el día que no llama o se presenta sin previo aviso por la casa. Albert le mantiene al corriente de sus itinerarios, de modo que sabe en segundos cuándo y dónde encontrarle. Y a la inversa, no hay un solo día en el que Albert no se escape para hablar con él o tomar una cerveza. La mayor parte de las veces no tienen nada que decirse, pero se necesitan, tan simple como eso.
Respecto a su relación conmigo, las cosas no han cambiado, o, al menos, no han cambiado para bien. Tengo la sensación de que ya ni siquiera se molesta en disimular su preocupación hacia mí, pero yo no parezco ser la única que se percata, Doroty casi ni duerme por cuidar de que el Tío abuelo William se vaya a propasar alguna noche conmigo. Tanto así que Albert, duerme en alguna parte desconocida del tercer piso, quizás con los fantasmas del ala oeste de la mansión. No recuerdan que ya no tengo 13 años.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora