James Wilson 2

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Ciertas casas, al igual que ciertas personas, se las arreglan para revelar enseguida su carácter maligno. En el caso de las segundas, no hace falta que las delate ningún rasgo especial: pueden mostrar un rostro franco y una sonrisa ingenua; y no obstante, unos momentos en su compañía le dejan a uno la firme convicción de que hay algo radicalmente malo en ellas: de que son malas. Sin querer o no, parecen difundir una atmósfera de secretos y malignos pensamientos que hace que los de su entorno inmediato se retraigan como ante un enfermo.
  Este mismo principio es válido, quizá, para las casas; y el aroma de las malas acciones perpetradas bajo un determinado techo —mucho después de haber desaparecido quienes las cometieron— pone la carne de gallina y los pelos de punta. Algo de la pasión original del malhechor, y del horror experimentado por su víctima, llega al corazón del desprevenido visitante, que nota de pronto un hormigueo en los nervios, y que se le eriza el pelo y se le hiela la sangre.
Se sobrecoge sin una causa aparente.

  Nada había en el aspecto exterior de esta mansión particular que apoyase los rumores sobre el horror que imperaba dentro. No era solitaria ni destartalada. Se hallaba arrinconada en un ángulo de la plaza, y era exactamente igual que sus vecinas: con el mismo número de ventanas, idéntico balcón dominando los jardines, e idéntica escalinata blanca hasta la oscura y pesada puerta de la entrada; en la parte de atrás tenía el mismo cuadro de césped con bordes de boj, que iba de la tapia de separación de una de las casas adyacentes a la de la otra. Por supuesto, su tejado tenía también el mismo número de chimeneas, y la misma anchura y ángulo de aleros; incluso las sucias verjas eran igual de altas que las demás.
  Sin embargo, esta casa de la plaza, igual en apariencia a los cincuenta feos edificios que tenía a su alrededor, era en realidad muy distinta, espantosamente distinta.
  Es imposible decir dónde residía esta acusada e invisible diferencia. No puede atribuirse enteramente a la imaginación; porque las personas que, ignorantes de lo ocurrido, visitaron unos momentos su interior habían declarado después que algunas de sus habitaciones eran tan desagradables que preferían morir a volver a entrar en ellas, y que el ambiente del edificio les producía auténtico pavor.

Pasamos a una sala contigua, donde han preparado un cóctel, mientras Albert se queda firmando un contrato. Los camareros se pasean por la sala con sus bandejas en la mano, ofreciendo bebidas y canapés y sorteando los numerosos corrillos que se han ido formando.
—Qué cantidad de gente —me comenta Annie.
—Sí, sobre todo mujeres.
—Te has dado cuenta, ¿no?
—Imposible no hacerlo, son muchas y muy guapas —observo. —Los Ardlay siempre han tenido buen gusto...
—¿Quieres decir que aquí también hay exparejas de Lauren y Albert?
—Bueno, yo conozco solo a unas cuantas, pero apuesto a que entre los dos se han cepillado a la mayoría.
—¡Vaya, pues qué mal! Supongo que eso explica alguna que otra mirada hostil.
—Saca pecho y levanta la cabeza porque tú eres la elegida. Y no sufras por ellas, puede que hayan perdido a Albert, pero aún les queda Lauren.
Su comentario, lejos de tranquilizarme, me solivianta, porque mi ego maléfico, ese que ha decidido amargarme la vida, ve en cada una de las mujeres de esta sala una amenaza, ya que a estas alturas creo que consideran a Albert de su propiedad. Madre mía, creo que necesito valeriana con urgencia...

Una vez allí, me encierro en una de las cabinas y me echo a llorar como una niña a la que le han tirado su helado al suelo. Creo sinceramente que estoy tocando fondo.

Me escapo corriendo hacia fuera de la sala para no tener que dar explicaciones acerca de mi rostro bañado por el llanto. No me resulta complicado ya que nadie repara en mí.

Respiro hondo y salgo resuelta a seguir con el engaño. Mantengo mi cara bajo el chorro de agua fría para rebajar la hinchazón de mis párpados después de tanto lloriqueo.

—Candy, ¿dónde te metes? —pregunta Albert, tocando la puerta, muy irritado. —Estoy en el servicio.
—¡Pues, podrías habérmelo dicho en lugar de desaparecer. Llevo buscándote un buen rato!
—Lo siento, me he mareado y no quería amargarte la fiesta.
—Diablos, tenía que haberlo imaginado, seguro que llevas todo el día sin comer... —protesta como un padre preocupado, mi salud se ha convertido en un problema para él.
—Tranquilo, ya se me ha pasado.
—Digamos que te creo. Mira, estamos en los vestuarios esperando a que Lauren se duche, pregunta dónde es y únete a nosotros.
—¿Te importa que nos encontremos en el jardín de Lakewood? Querría tomar un poco el aire.
—Me gustaría acompañarte, pero no quiero dejarlo solo. ¿Seguro que estás bien?
—De verdad, estoy bien.
—Ok, pues en media hora nos vemos. No tardes, ¿de acuerdo? Tienes que comer —ordena.
—De acuerdo, allí estaré.
Una vez fuera, camino sin rumbo. Hace una noche preciosa, el cielo está despejado y, a pesar de la luz de la ciudad, se adivina un cielo pintado de estrellas.
Me alejo unas cuatro o cinco manzanas y me dejo caer sobre el banco de un pequeño parque a ver a la gente pasar. Todos parecen tener vidas tan sencillas, no como yo, que vivo inmersa en una especie de alucinación interminable que me está arruinando la existencia. Les miro y por un momento siento algo de paz. Quizás deba poner algo de distancia para tener cierta perspectiva, yo qué sé...
Sin embargo, me guste o no, tengo que reunirme con ellos, así que después de un rato, me voy caminando despacio. Cuando llego, ya han tomado asiento en una mesa circular al fondo: Albert, Archie, Annie, Lauren y una pelirroja de pelo rizado que está manoseándolo de manera indecente. Grotesco.
Albert me ha guardado sitio junto al él, de manera que tengo a la pareja frente a mí y me dan arcadas solo de verles. Como he llegado con media hora de retraso, todos parecen llevarme un par de copas de ventaja y se ríen por cualquier estupidez. Aplauden su arrolladora victoria y hacen planes para el
próximo combate, que tendrá lugar en un mes.
Yo les escucho y tengo que apretar los puños para no saltar, porque cuando lo hago sale lo peor de mí misma. ¿Qué clase de personas alientan a un amigo para que se suba a un ring? Dios, y la pelirroja que no deja de besarle... Y Lauren que le muerde los labios... Y Albert divertido...
Así durante un rato hasta que, como no podía ser de otra manera, estallo como un géiser, muy en mi línea, sin modales.
—¿Sabéis lo que pienso? ¡Que sois una banda de descerebrados. No entiendo qué satisfacción podéis sacar del hecho de ver a dos personas matándose a golpes, es aberrante!
—Pero si he ganado... —se defiende, apartando a la chica para poder hablar.
—Te tenía por un tipo espabilado, pero ahora veo que estás tan tarado como este par de cretinos.
—Pero ¿qué te sucede, Candy? —me pregunta Albert, claramente disgustado.
—La del sentido común, William. No esperaba esto de ti, estoy muy decepcionada.
—Anda Candy, tómate una copa y no seas aguafiestas, que estamos celebrando —le quita fuerza al asunto.
—¿Celebrando qué? ¿Qué no le han reventado el hígado a puñetazos? ¿O acaso celebramos que ha estado a punto de fulminar a ese pobre infeliz? ¡Mira cómo le han dejado la cara, por Dios! —grito, señalando su rostro magullado.
—Ese pobre infeliz estaba allí porque le daba la gana, igual que Lauren. Has dejado claro que no te gusta el boxeo, pero tienes que respetar que nosotros no pensemos como tú, así que cálmate un poco. Además, James se va a llevar muy mala impresión de ti.
—Me trae sin cuidado lo que piense James, porque mi opinión sobre él no es mucho mejor, así que estamos en paz.

Entonces, supongo que por alusiones, James Wilson interviene en la conversación.
—Me sorprende que, habiéndonos conocido hace un par de horas, ya te hayas podido forjar una opinión sobre mí. No sé tú, pero yo necesito algo más de tiempo.
—Yo no, con lo que he visto, tengo suficiente.
—¿Y qué has visto, criatura? —me pregunta, perplejo.

—A un viejo intentando manipular a un joven que no está bien de la cabeza, haciéndose pasar por un amigo. ¡Judas, eso es lo que eres! —le insulto, totalmente fuera de control. A continuación me dirijo de nuevo a Lauren—. Aléjate de esta gente, Lauren, un verdadero amigo jamás aplaudiría semejante disparate, sino que intentaría disuadirte.
—A mí no se me disuade fácilmente, Candy—me advierte, que parece estar flipando con mi reacción.
—Yo no te habría permitido subir a ese ring. —No lo dudo —vaya...

Entonces, James Wilson, que no ha dejado de mirarme analíticamente durante toda la discusión, vuelve a intervenir sin venir a cuento.
—William, me habían hablado de su mal carácter, pero se habían quedado cortos. Esta chica es pura dinamita, amigo mío...
—No lo sabes tú bien... —le responde con resignación.
—¿Sabéis qué? Que me marcho para que podáis criticarme a gusto. ¡Son horribles! —les espeto según me levanto de la mesa.
—Candy, yo lo estaba pasando bien, pero, en fin, nos iremos si eso es lo que quieres —protesta Albert, haciendo ademán de ponerse de pie.
—Alto ahí, William, eso también va por ti, necesito estar sola —le detengo en seco.

En ese momento, Albert tuerce el gesto y su actitud cambia por completo.
—Lo que tú digas. No te voy a imponer mi presencia, Mañana me iré y regreso en un par de semanas—me dice con una frialdad que no le había conocido hasta hoy.

Me doy media vuelta y me marcho sin mirar atrás.

A la semana siguiente, después de varios días Sola...
Compruebo que tengo varias cartas, una de Patty y otra de

James Wilson, que supongo que continuará alucinado después de mi llamativa presentación... Lo abro de inmediato, muerta de curiosidad:
De: James Wilson
22 de Noviembre,
Para: Candis Ardlay
Nada es lo que parece
Querida Candis:
Soy James. Me he tomado la libertad de escribir porque creo que hemos empezado con mal pie.
En primer lugar, quiero que sepas que me pareció muy dulce tu apasionada defensa de Lauren. Me alegro por él, es bueno tener amigos que se preocupan por ti. Aunque me consideres un descerebrado, yo también lo hago.
Cuando fuimos presentados, quizás debí apuntar que soy psiquiatra y que traté a Lauren durante una década. Cuando cumplió los veinticinco le di el alta y mis bendiciones. Desde entonces hemos sido buenos amigos, así que puedes estar tranquila, jamás le animaría a hacer algo que le hiciera daño.
Sin entrar en pormenores que no vienen a cuento, te diré que tuvo una adolescencia difícil. Cuando llegó a mi consulta era un chico violento y autodestructivo, pese a tener un coeficiente intelectual muy superior a la media y un atractivo físico incontestable.
Los tratamientos ortodoxos no funcionaban con él, por eso surgió la idea del boxeo como una manera de canalizar esa ira que no le dejaba vivir. Era preferible que le partieran la cara en un ring a que acabara acuchillado por matones en un callejón, como hubiera sucedido de haber seguido por ese camino.
Aquella época quedó atrás, pero la utilidad terapéutica del boxeo perdura, de ahí que de vez en cuando vuelva a ello por propia voluntad, no empujado por falsos amigos. Me trae sin cuidado que le revienten a palos porque sé que cada golpe que da y recibe es un intento de convertirse en mejor persona y eso merecerá siempre mi aplauso y mi respeto.
En fin, ya no te molesto más, solo quería darte una pequeña explicación porque las cosas casi nunca son lo que parecen. Lamento el malentendido, espero que la próxima vez que nos veamos seas un poco más benévola con este viejo manipulador.
Hasta pronto, James.

No me lo puedo creer.

A medida que leo la carta siento una vergüenza indescriptible. Supongo que habré sido el hazmerreír de la noche. Lo único que puedo alegar en mi defensa es la falta de información. Pero ¿por qué nadie me detuvo, si sabían que estaba metiendo la pata?
Ahora comprendo el enfado de Albert, le he dejado en ridículo delante de una persona a la que aprecia y respeta. Tendré que emplearme a fondo para compensarle, aunque me temo que este no es un enfado corriente.
Sin más dilación, me decido a responder. Lo hago con brevedad porque en realidad no tengo mucho que añadir, ya hablé más de la cuenta. Como él ya ha podido comprobar, no soy más que una bocazas impertinente.

¿Y ahora que le digo a Albert?

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora