Terry

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Querida Candy, ¿Cómo estás?

Ha pasado un año desde entonces... Transcurrido este lapso de tiempo, me había prometido a mi mismo escribirte, pero luego, dominado por la duda, dejé que pasaran otros seis meses. Sin embargo, ahora, me he armado de valor y decidi enviarte esta carta.

Para mí nada ha cambiado.

No sé si alguna vez leas estas palabras, pero queria que al menos tú supieras esto.

T.G.

...

—La verdad es, que no —respondí, sorprendida por su tono.
  —Bueno, es un gran libro, y debería leerlo todo el mundo. Su tesis es que, si no nos mantenemos en guardia, la raza blanca acabará... acabará hundiéndose completamente. Es un hecho científico, comprobado.
  —Terry se está volviendo muy profundo —dijo Susy, con un despreocupado aire de tristeza—. Lee libros profundos, llenos de palabras larguísimas. ¿Qué palabra era esa que...?
  —Shopenbauer...
—Bueno, son libros científicos —insistió Eleanor, mirándola con impaciencia—. Ese Goddard ha entrado a fondo en el asunto. A nosotros, que somos la raza dominante, nos toca mantenernos vigilantes para que las otras razas no se hagan con el control de todo.
  —Tenemos que aplastarlos —murmuró Susy, guiñándole feroz al sol ardiente.
  —Deberíais vivir en California —empezó miss Baker, pero Terry la interrumpió, agitándose
pesadamente en su silla.
  —La idea es que somos nobles. Yo soy nóble, y tú, y y... —Después de un instante de duda infinitesimal, incluyó a Susy agachando ligeramente la cabeza, y Susy volvió a guiñarme—. Y nosotros hemos producido todas las cosas que constituyen la civilización, sí, la ciencia y el arte, y todo lo demás. ¿Entiendes?
 
Había algo patético en su concentración, como si su suficiencia, más profunda que nunca, ya no le bastara. Cuando, casi inmediatamente, sonó el teléfono dentro de la casa y el mayordomo salió del porche, Eleanor aprovechó el momento de pausa y se inclinó hacia mí.
  —Voy a contarte un secreto de familia —murmuró con entusiasmo—. Es sobre la nariz del mayordomo. ¿Quieres saber la historia de la nariz del mayordomo?
  —Para eso es esta noche.
  —Bueno, no ha sido siempre mayordomo; solía limpiarle la plata a cierta gente de Nueva York que tenía una cubertería de plata para doscientas personas. Se pasaba limpiándola de la mañana a la noche, hasta que empezó a afectarle a la nariz...
  —Las cosas fueron de mal en peor —sugirió Susy.
  —Sí. Las cosas fueron de mal en peor, hasta que por fin tuvo que dejar el trabajo.
 
Por un instante, con romántico afecto, la última luz del sol le dio en la cara, resplandeciente; su voz me obligó a inclinarme hacia ella mientras la escuchaba casi sin respirar. Y luego el resplandor desapareció, cada una de las luces la fue abandonando con pesar, sin querer irse, como esos niños que tienen que dejar al anochecer el placer de la calle.
  El mayordomo volvió y murmuró unas palabras al oído de Terry, que frunció las cejas, apartó la silla de la mesa y, sin una palabra, se metió en la sala contigua. Como si aquella ausencia hubiera acelerado algo en su interior, Eleanor volvió a acercárse, y su voz se iluminaba, cantaba.
  —Qué alegría verte mejor Susy. Me recuerdas a... una rosa, exactamente una rosa. ¿No? —Se volvió hacia mi en busca de
confirmación—. Exactamente una rosa, ¿verdad?
  No era verdad. Ni de lejos parece una rosa. Eleanor sólo estaba improvisando, pero desprendía una calidez excitante, como si su corazón quisiera escapar y entregarse oculto en una de aquellas palabras entrecortadas, perturbadoras. Entonces, de pronto, lanzó la servilleta al piso mientras miraba fijamente a mi Susy.
Miss Baker y yo intercambiamos una mirada relámpago, premeditadamente desprovista de significado. Iba a hablar cuando ella se irguió en la silla, alerta, y dijo— «Shhh», creo que Susana al fin descansa en paz Sra Marlow.

...En cuanto mi grito se apagó y dejó de exigirme atención y confianza, tuve conciencia de la insinceridad básica de todo lo que había dicho. Y me sentí incómoda, como si toda la velada hubiera sido una trampa para extraer de mí una contribución sentimental.

Esperé y, en efecto, al momento me miró con una espléndida sonrisa de satisfacción, como si me hubiera confesado su pertenencia a una distinguida sociedad secreta a la que tanto ella como Terry estaban afiliados.

Poco tiempo después...

  Dentro de la casa ya terminado el funeral, el salón carmesí florecía de luz. Terry y miss Baker se sentaban en los extremos del amplio sofá, y miss Baker leía en voz alta un artículo del Saturday Evening Post: las palabras, en un susurro, sin inflexiones, se fundían en una melodía de efectos sedantes. La luz de la lámpara resplandecía en las botas de montar, perdía brillo en el pelo amarillo otoñal de miss Baker, y destellaba en el papel cada vez que pasaba.
Subí una vez más a la habitación de mi Susy y Terry; yo tenía pleno conocimiento de que por su propia boca, que, en cuanto Susy falleciera "él iba a dejarme esta casa para que no tenga ningún tipo de carencia en lo posterior"
No obstante cuando me encontraba merodeando, en la sala que quedaba junto a la habitación, encontré un pequeño cofre, del lado derecho del escritorio de el, y pensando que eran de mi Susy, lo abrí, eran unas cartas... cartas de una mujer.
Candy Ardlay.
Chicago
Magnolia.
¡No puedo creer lo que estoy viendo! por las fechas, este hombre le ha sido infiel a mi Susy por todo este tiempo, me ha engañado, le ha hecho sufrir todo estos años, y mi Susy muriendo lentamente... Terry, la ha había matado...

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora