Albert 2

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Me encaminé por el ya conocido recorrido hasta el comedor.
—¡Candy! —La voz de Albert diciendo mi nombre arrastrando las sílabas con alegría en su semblante.
Parecía estar contento de verme.

Mis nervios por volver a verle se aflojaron en cuanto se acercó a besarme suavemente nada más cruzar el umbral; y yo le dediqué una sonrisa tonta.
—Creo que tienes buenas noticias —manifestó, acompañándome a su despacho con una mano reposando en la parte baja de mi espalda.
—Sí. Encontré el vestido de novia de mis sueños —dije recordando sus palabras.
—Bien. Me alegro. He dado permiso a tus modistas para que compren los complementos que sean necesarios.
—Gracias.
—¿Sabes? Tú y yo tenemos mucho en común.
Me senté a su lado en el sofá al que me había llevado, cogida de la mano, una vez traspasamos la puerta.
  —No veo en qué —dije incrédula.

Recuerdo verte en el jardín sentada en un columpio que colgaba de un árbol, con un coati entre tus manos—. Me miró y sonrió; parpadeé, algo parecido a la ternura bañaba su gesto—. ¿Sabes?, yo tenía dieciocho años entonces, estaba un poco rebelde, y después del funeral de mi hermana estuve unos días más calmado, incluso dejé de hacer gamberradas, aunque no duró mucho, no me acordaba de nada de aquello. Solo el silencio y a la gente yendo y viniendo con comida.

—No sabía que tu hermana había muerto de cáncer.
  Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y continuó.
  —Mi madre era española.
  —¿En serio? —pregunté sorprendida, relacionando con ese hecho el color de sus ojos—. ¿Tienes sus ojos? —Una espontánea carcajada brotó de su garganta, haciendo que algo se removiera en mi interior. Asintió contestando a mi pregunta—. Espera un momento, mi madre era española, no británica, y con los españoles los americanos no se llevan bien. Así que por esa parte somos enemigos de nacimiento —sonreí contagiada por sus risas.
  —Entonces tenemos un trabajo realmente importante que hacer. —Ladeó su cabeza y me miró con cara de granuja.
  —¿Y cuál es? —cuestioné con falsa inocencia.
  —Intentar que esas dos firmen la paz, empezando por nosotros.
  Tiró de mí hasta su regazo y comenzó a besarme. Aquella conversación había sido un intento de acercarnos el uno al otro, pero en ningún momento había mencionado su ausencia ni había pedido disculpas por no haberme avisado de que se marchaba, como ya me había advertido. Quizás ignorar ese comportamiento era un buen consejo.
  Su beso se volvió más profundo y ardiente. Me apretaba contra su cuerpo haciéndome notar toda la musculatura de su torso mientras mis pechos se aplastaban contra el suyo. Una de sus manos bajó hasta mi cintura y de ahí a mi trasero y un ligero gemido escapó de mi boca. Me tumbó en el sofá sin despegar nuestros labios, haciendo que mis piernas se abrieran para acomodarlo, arrastró mi falda hacia arriba. Aunque, bajo su peso y su forma tan apasionada de besarme, parecía que me ahogaba, me sentía segura y despreocupada, porque sabía que no llegaría muy lejos y me dediqué a disfrutar del momento. Mis manos volaron hasta su pelo y se perdieron entre sus ondas, y un sonido ahogado salió de su garganta. Entonces fue cuando noté cómo él, con sus caderas, comenzó a frotarse contra mi intimidad.

Abrí los ojos; Albert los mantenía cerrados, pero su ceño estaba fruncido. Me gustó observarle. Cómo lo relajaba y lo volvía a arrugar apretando sus ojos con fuerza, a la vez que presionaba su cuerpo contra el mío. Yo empecé a notar cómo ese roce me hacía reaccionar, deseando el momento en el que más me oprimía. No entendía muy bien qué me pasaba, pero algo me urgía y llevé mis manos a su trasero sin darme cuenta, intentando marcar el ritmo de sus caderas y ajustarlas a lo que mi cuerpo me pedía. Tuve que separar mis labios de su boca porque me faltaba la respiración; su aliento acariciaba mi mejilla. No me atrevía a mirarle y permanecí con los ojos cerrados, sin querer saber si él me observaba como yo lo había hecho un instante antes. Solo necesitaba seguir haciendo aquello. Comencé a jadear buscando aire.
  —Eso es, pequeña, déjate llevar.
  Su voz ronca en mi oído hizo que algo dentro de mí explotase enviando miles de sensaciones a través de mi piel y dentro de mi cuerpo, no quería que acabara y era incapaz de escucharme a mí misma emitiendo gemidos suplicantes. Albert comenzó a respirar sonoramente como si también le faltara el aire mientras me apretaba con fuerza contra él.
  Noté como se humedecía mi ropa interior. Cuando nuestras respiraciones volvieron a normalizarse y Albert comenzó a acariciarme el pelo y la cara, intenté incorporarme, totalmente avergonzada y confundida. Él me ayudó a sentarme.
  —Lo siento. No sé qué me ha pasado.
  —No lo sientas —dijo, estirando ligeramente sus labios y besando mi frente—. ¿Te ha gustado?
  —Ha sido extraño. Pero sí, me ha gustado. —Al bajar la mirada, todavía cohibida, vi una mancha oscura en su pantalón—. ¡Oh, Dios mío! ¡Te he manchado! —Intenté levantarme.
  —Ey, ey, Candy. —Me retuvo junto a él—. No me has manchado.
  —Sí que lo he hecho. Yo me noto húmeda y tú has estado en contacto conmigo «ahí» —dije sofocada.
  Me levantó la cara y me miró con una expresión extraña, como el que mira algo desconocido.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora