Epílogo

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En menos de seis meses el viñedo funcionaba de una manera algo más que aceptable. Trabajábamos los siete días de la semana. Nuestros principales clientes eran turistas, como ya habíamos previsto, pero también teníamos un público habitual, al que cuidábamos como si fuera un tesoro.
  Al final había aceptado que George fuera mi asesor financiero, mientras yo también servía como voluntaria en un pequeño hospital. Además, me había dado cuenta de que cada vez anhelaba más tener contacto con las personas que habían vivido cerca de Albert, me negaba a que su recuerdo se desvaneciera, y siempre acababa preguntando cosas sobre él o sobre su vida. A George por su niñez y a James por su juventud universitaria, contándome ambos anécdotas sin parar, aunque, cuando le preguntaba a George sobre la relación con la Mafia, éste se mostraba inflexible; ese tema, estaba totalmente vetado en nuestras conversaciones.

—Candy, un cliente quiere hablar contigo —dijo Doroty, entrando en la cocina—. Está en la terraza. Es un hombre increíblemente atractivo pero muy serio, no es uno de los habituales ni un turista.
  —Quizás sea un tipo de esos que recomiendan viña—insinuó Marcell.
  —No lo creo, llevamos poco tiempo y habría preguntado por George ¿estás segura que no lo ha hecho? —dudé.
  —Sí. Ha preguntado por el dueño —contestó impaciente.
  —Marcell, deberías de salir tú —le rogué al cocinero.
  —Yo no soy el dueño. —Se encogió de hombros eludiendo esa responsabilidad.
  —Lo sé, pero seguro que cuando ha preguntado por el dueño no esperaba encontrarse conmigo, sea lo que sea que desee —intenté explicar para que acudiera en mi ayuda.
  —Pues tendrás que salir a averiguarlo —dijo él, guiñándome un ojo.

—Está bien —acepté, quitándome el delantal algo molesta.
  —¡Espera, Candy! —Se interpuso Doroty —. No puedes salir así. No sabemos quién es y tienes que darle buena impresión.
Me cogió de la mano y me llevó al aseo del personal, sacando un pequeño neceser de su bolso. Me cepilló el pelo, pellizcó mis mejillas y pintó mis labios en pocos segundos.
  —Así estás perfecta —sonrió—. Ahora, jefa, salga a descubrir qué quiere ese hombre, y si es una queja de nuestro servicio, espero que sepa mandarle a paseo educadamente.
  Me reí ante su sugerencia. No sabía por qué estaba nerviosa. George me había vuelto algo paranoica, y miraba para todos lados antes de cruzar de acera. Ya no era tan confiada.
  Caminé hacia la puerta de salida, donde teníamos ubicadas varias mesas en el porche.
  Desde que había descubierto los pantalones capri me los ponía a menudo para trabajar. Ese día llevaba unos negros muy ajustados y una camisa blanca, y sin mangas. Me llevé la mano al colgante, como hacía siempre que estaba nerviosa.
  El caballero estaba de espaldas a la puerta. Iba vestido con un traje gris oscuro, su pelo sumamente corto brillaba con el sol al estar peinado con brillantina. Leía el periódico con unas gafas de pasta negra. Me puse delante de él.
  —Buenas tardes caballero, me han dicho que deseaba ver al dueño del viñedo. —Su cabeza fue poco a poco levantándose para mirarme—. Me llamo Mit...
  No pude continuar. Sus ojos, que se clavaron en los míos, eran los mismos que se me aparecían en sueños una y otra vez. Se los veía diferentes tras los cristales negros de las gafas, pero sin duda eran los mismos. La nariz, su boca..., esa boca que tanto había echado de menos. Tragué saliva intentando asimilar lo que tenía delante, no sé si era producto de un espejismo o mi cabeza me estaba jugando una mala pasada. Su expresión seria se desvaneció
en una ligera sonrisa primero, que fue borrándose después para transformar su rostro en preocupación.

  —Candy. —Su voz acabó de convencerme.
  Los oídos se me taponaron y la vista se me nubló. Me agarré a la mesa al notar como mi cuerpo se desvanecía de la impresión. Un fuerte brazo me sostuvo, evitando que cayera al suelo de adoquines, pegándome a su cuerpo. Al intentar recuperar el aliento e inhalar su perfume masculino, abrí los párpados. Mis ojos se encontraron directamente con una camisa blanca ligeramente desabotonada, de la que asomaba una pequeña porción de piel bronceada. Levanté la mirada para cerciorarme de a quién pertenecía ese torso.
  Sí. Era él. Albert. Un Albert más delgado y ojeroso, pero sin duda, era él.
  —¿Cómo...? —balbuceé, alejándome de su abrazo—. ¿Cómo has podido? —logre decir, temblorosa e incapaz de creer lo que veía.
  Ni él ni yo misma esperábamos la reacción que tuve. Le abofeteé y entré de nuevo al portal

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora