Huye 2

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—He dado a mi hijo una educación inglesa. Creo en América. Este país ha hecho mi fortuna. He concedido al muchacho la absoluta libertad, pero le he enseñado siempre que no debía hacer nada que pudiera avergonzar a su familia.
Richard Grandchester, no pudo decir nada más. Estaba sollozando, a pesar de que su voz no había traicionado la emoción que sentía.

Albert, a pesar de sí mismo, hizo un gesto de simpatía, y el duque continuó, con la voz ahora rota por el sufrimiento:
  —¿Por qué no intercedí en el colegio? Ella era una niña muy cariñosa y muy hermosa. Confiaba en la gente, me hizo prometerle que dejaría a mi hijo seguir su sueño pero ahora, nunca más saldrá vivo en donde se encuentra.
—Estaba temblando y su rostro, por lo general pálido, había adquirido un intenso color grana.

William Albert Ardlay tenía la cabeza inclinada en señal de respeto por la pena del duque. Sin embargo, cuando habló, las palabras sonaron frías, con la frialdad de la dignidad ofendida.
  —¿Por qué no viniste a mí desde el primer momento?
  —¿Qué quiere de mí? —dijo con voz apenas perceptible—. Pídame lo que quiera, pero atienda a mi ruego.
  Pese a sus palabras, su tono tenía cierto deje de insolencia.
  —¿Y qué es lo que me pides? —dijo Albert con voz grave.
  Richard miró a Lauren, y George negó con la cabeza. Albert sentado todavía en la mesa,
se inclinó hacia el duque.

Richard dudaba. Luego bajó la mirada colocando su rodilla derecha en el piso, tomó la mano de Albert y acercó los labios a la mano izquierda, hasta rozarla.
Albert escuchó tal como lo hace un cura en el confesionario: con la mirada ausente, impasible, remoto. Estuvieron así durante mucho rato. Al cabo Richard Grandchester, se enderezó, se separó del patriarca, que le miraba gravemente, y con la faz encendida sostuvo aquella mirada.
  —Eso no puedo hacerlo —respondió finalmente—. No hay nada que hacer.
  —Pagaré todo lo que me pida —dijo en voz alta y clara.
  Al oír estas palabras, James hizo un movimiento nervioso con la cabeza. James Wilson, con los brazos cruzados, sonrió sardónicamente y se alejó de la ventana para acercarse a los otros tres.
  Albert se levantó con el rostro tan impasible como siempre.
  —Tú y yo hace muchos años que nos conocemos —dijo con una voz helada como la muerte—. A pesar de ello, hasta hoy nunca me habías pedido consejo ni ayuda. Ni siquiera soy capaz de recordar cuándo fue la última vez que me invitaste a tu casa para tomar el té.

—No quería verme envuelto en líos —murmuró

Albert levantó la mano en señal de disconformidad.
  —No. No hables. Creías que América era un paraíso de mafias. Tenías un buen negocio en Londres y vivías muy bien. Pensabas que el mundo era un edén del que podías tomar todo lo bueno. Nunca te has preocupado de rodearte de buenos y verdaderos amigos. Después de todo ya tenías a la policía y el parlamento para protegerte. Nada malo podía ocurrir; ni a ti ni a los tuyos. Para nada necesitaban al patriarca. Muy bien. Has herido mis sentimientos, y no soy de los que dan su amistad a quienes no saben apreciarla, a quienes no me tienen en consideración.
  Albert hizo una pequeña pausa, y antes de continuar dirigió a Richard, una sonrisa a la vez cortés e irónica.
  —Ahora acudes a mi diciendo: «Patriarca William Albert Ardlay; quiero que haga justicia». Y no sabes pedir con respeto. No me ofreces tu amistad. Vienes a mi casa el día de mi boda, me pides que mate a alguien y dices —aquí se puso a imitar la voz y los gestos de Richard Grandchester—: «Pagaré odo lo que me pida». No, no. No te guardo rencor, pero ¿puedes decirme qué te he hecho para que me trates con esta absoluta falta de respeto?
  —América se ha portado bien conmigo. Quería ser un buen ciudadano y que mi hijo fuera americano —dijo Richard, con la voz ahogada por la angustia y el temor.
  El patriarca aplaudió.
  —Has hablado bien, pero que muy bien. Así pues, de nada puedes quejarte. El juez ha dictado sentencia. América ha dictado sentencia.
—Esa muchacha, Candis, la hija del príncipe Albert está comprometida con Terence. A ninguna de las élites nos conviene que esa boda se manche con la mano negra de la mafia. Se que mi hijo entró y subió escaños repletas de sangre, a causa de su obsesión por darle una vida llena de lujos para la princesa.

Sujeción de EscocésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora