Capítulo Once

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Harper

Estaba decidida a valerme por mí misma y conservar la poca dignidad que me quedaba, o eso quería creer. Lo que no tenía, era coordinación, no podía hacer que mis piernas funcionaran. La escuché suspirar y luego sentí sus manos agarrar mis bíceps mientras me levantaba. Me sorprendió la facilidad con la que lo hizo.

Cuando entramos en el ascensor, me apoyé contra la pared y la miré abiertamente. A la luz, se veía aún mejor de lo que se veía en la oscuridad.

—¿Qué? —Preguntó, mirándome por el rabillo del ojo.

Era más alta que yo, aunque yo estaba en tacones.

—¿No crees que es raro? ¿Alguna vez se siente raro para ti?

—¿Qué es lo que se siente raro?

—Ser las únicas dos personas viviendo en todo el edificio.

—En realidad no.

—No te rendirás ante esos bastardos, ¿verdad? Compraron a todos los demás, pero no pueden comprarnos a nosotras. Nos mantendremos firmes y lucharemos contra ellos hasta el final —declaré dramáticamente.

—Hasta el final —respondió, mientras me miraba fijamente.

—Me desperté esta mañana y me sentía como en una de esas películas de desastres donde sólo quedan unas pocas personas.

—Como The Stand.

—Oh, sí, esa película es horrible.

—Terrible —estuvo de acuerdo—. El libro es mucho mejor.

—¿Pero sí entiendes lo que quiero decir?

—Sí, lo entiendo —sonrió—. Bueno, al menos no estás totalmente sola. De lo contrario, aún estarías sentada en los escalones.

—Eso no lo sabes. Conozco gente en el vecindario.

Las puertas se abrieron, y Morgan salió con una sabia sonrisa.

—¿A quién?

—A Joe, por ejemplo.

—¿Joe qué? Y no digas que se apellida Smith.

—No, no iba a hacerlo.

Salí del ascensor haciendo mi mayor esfuerzo por ir en línea recta mientras caminábamos por el pasillo.

—Así que no conoces a nadie en el vecindario. Sólo admítelo, no es un crimen. Esto es Nueva York, sería raro si lo hicieras.

—Vale, lo admito. —Me apoyé contra la pared mientras ella abría la puerta.

Sonrió.

—Así que ahora mismo soy tu única salvadora.

—Podría sentarme frente a mi puerta durante las próximas tres horas.

Se detuvo antes de abrir la puerta.

—Tienes razón. Nos vemos.

—No, no. Vamos. Sólo estaba bromeando.

Sonrió y debo admitir que tenía una sonrisa muy, muy hermosa.

—Whoa —dije l momento en el que abrió la puerta, estaba completamente aturdida por lo que estaba viendo ahora—. ¡Esto es más grande que mi casa! ¿Cuántas habitaciones tienes?

—Umm, ¿tres?

Caminé por toda la sala, pasando mis manos por encima de los muebles. Todo nuevo, todo muy bonito. Mis muebles eran de Ikea o Goodwill, los suyos seguramente habían salido de una tienda de muebles más grande, y encajaban perfectamente.

—Vaya. Tu sala de estar es el doble de grande que la mía. Tal vez el triple. ¡Y tu vista!

—Sí, es muy bonita.

—Mi vista es del callejón trasero. Ya veo por qué no quieres irte, yo tampoco lo haría. Esto es más que agradable, es increíble.

Podía ver toda la calle por las ventanas de su sala, sin mencionar el horizonte de la ciudad sobre los tejados de enfrente.

—Es bonito —dijo otra vez—. Me gusta la zona —se detuvo, me miró y luego añadió de forma significativa—: Y el paisaje.

Su comentario voló sobre mi cabeza por un segundo mientras estaba de pie junto a la ventana, pero cuando entendí el contexto de sus palabras, sentí como mis mejillas se enrojecieron.

—¿Entonces cómo es que nunca has sido muy amable conmigo cuando nos hemos encontrado antes? —pregunté, girándome hacía ella.

Se deshizo de la chaqueta de su traje, lanzándola descuidadamente sobre el respaldo de un sillón de cuero. Pude ver lo perfecto de su figura y sus grandes pechos y mi estómago revoloteó un poco... considerando la cantidad de comida y bebida que había en él. Siempre había sido una chica a la que le gustaban las mujeres de pechos grandes y redondos y los suyos eran impresionantes. Todo en ella era impresionante, ahora que lo pensaba.

—No siempre soy buena con los extraños —admitió—. Y normalmente me pierdo en mi propia cabeza cuando estoy sola.

—No lo entiendo.

Sonrió, moviendo la cabeza.

—Quiero decir, normalmente estoy distraída. Tengo un millón de cosas sucediendo en mi cabeza todo el tiempo, eso es todo. La gente me toma por insolente cuando en realidad estoy... inconsciente, por decirlo de alguna manera. No es algo de lo que esté orgullosa.

La miré de arriba a abajo, tratando de descifrar si era sincera o no. Luego me di por vencida, ya que no podía juzgarla en mi condición, además, su sonrisa y sus hoyuelos me distraían demasiado.

—¿Quieres algo de beber? —preguntó.

—¿Tienes algo de vino? —Me iluminé.

—Sí, pero estaba pensando que el agua podría ser una mejor idea para ti. Sin ofender, pero me gustan mis muebles sin vómito.

Estaba a punto de protestar cuando un desagradable eructo subió por mi esófago.

Oh, que sexy.

Iba a entrar en pánico pero me las arreglé para mantener la boca cerrada, apartando la cabeza de su dirección.

—Sí —estuve de acuerdo después de eso—. El agua me vendría bien.

La vi entrar en la cocina abierta, que también era tres veces más grande que la mía. Era muy elegante, todo negro y cromado. Me preguntaba cuánto trabajo le habría tomado dejarla así. Habría preguntado, pero la visión de su trasero apretado era más interesante en ese momento. Estaba inclinada sacando dos botellas de agua de una sección baja de su refrigerador.

Deseaba que el supervisor tardara toda la noche en llegar.

Del engaño al amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora