Capítuo Doce

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Harper

—Ven. Siéntate —Morgan se sentó en el sofá de cuero negro, y luego acarició el lugar junto a ella—. Descansa un poco, estoy segura de que tus pies te están matando con esos zapatos.

—¿Estos? Probablemente sean mis zapatos más cómodos —Me miré los pies.

—Imposible.

—No lo es. Créeme, tengo otros mucho más altas.

—Ahora suenas como si estuvieras alardeando.

Pasó una de sus piernas sobre la otra, con un aspecto completamente relajado, pero al mismo tiempo con un calor que derrite las bragas de cualquier mujer. Pude notar que no era mujer de tacones. El toque masculino le quedaba perfectamente bien. Era abrumadoramente encantadora.

—No estoy alardeando. Sólo hacía un cometario sobre mis zapatos —me hundí agradecida sobre el suave cuero del sofá—. Oh, Dios. Esto es muy, muy cómodo —dije con entusiasmo.

—Sí, es cómodo —dijo, con una sonrisa de satisfacción.

Señalé la enorme pantalla plana que ocupaba la mayor parte de la pared opuesta.

—¿Cuánto cuesta algo así?

—¿Siempre preguntas el precio de las cosas cuando visitas el apartamento de alguien por primera vez?

—No, pero balbuceo incesantemente.

—Ya veo —miró la televisión—. Fue un regalo, en realidad.

—¿Un regalo? —Parpadeé—. ¿Quién demonios da regalos así?

—Un cliente agradecido.

Miré de nuevo la televisión, donde ambas nos reflejábamos.

—¿Acaso tu cliente es un Rey? ¿Un príncipe árabe? ¿Un capo de la droga mexicano?

Echó su cabeza hacia atrás riendo a carcajadas. Tenía una gran risa.

—No. Es aún más rico que eso, en realidad.

—Sin ánimos de alardear ni nada —le devolví el disparo, pero lo estropeé con una risita estúpida.

Trate de contenerme, pero era como si mi boca tuviera mente propia.

—De hecho sí lo hago. —Me miró con seriedad.

Incliné mi cabeza a un lado, esta vez viéndola con otros ojos.

—¿A qué te dedicas?

—Trabajo con gente rica —dio un sorbo de su botella de agua, dando por finalizado ese tema de conversación, obviamente.

No podía pensar con claridad mientras estaba tan cerca de ella. Tenía una energía tan intensa que era difícil resistirme.

Crucé mis piernas en su dirección.

—Así que, Morgan. ¿Qué debemos hacer para pasar el tiempo hasta que llegue el supervisor?

Me miró por el rabillo del ojo, y no estaba segura de sí había visto una sonrisa pícara a lo largo de las comisuras de su boca.

—Vaya, no lo sé. ¿Qué crees que deberíamos hacer?

No esperaba que volviera a lanzar la pelota en mi dirección de esa manera. No tenía una línea de seguimiento, estaba oxidada con el coqueteo. Traté de recordar cómo Ryan y yo empezamos lo nuestro.

Ryan.

Todo volvió de repente y sin poder controlarlo mi barbilla comenzó a temblar.

—Oye... ¿Estás bien? —Morgan parecía alarmada.

—Sí, estoy bien.

Sólo la palabra "bien" salió en un sollozo fuerte. El muro de contención se rompió, y todo el dolor acumulado y la decepción del día salieron de mí.

—¡Jesús! —Le escuché decir—. ¿Qué pasó?

Me dio una caja de pañuelos. Traté de agradecerle, pero estaba ahogada en llanto.

—Mi... novio... mi... mi... ex-novio —dije amargamente.

—Ohhhhh. ¿Es por eso que saliste y te emborrachaste?

Asentí y me soné la nariz. Sonaba como un cruce entre un remolcador y una trompeta.

—Nosotros... estuvimos saliendo por más de un mes. Creía que pasaríamos al siguiente nivel —suspiré tristemente.

—Eso apesta.

—Eso no es todo —solté con lamento.

Ya ni siquiera me importaba si parecía una idiota. Había empezado, y nada me detendría.

—¿Cuál es el resto? —preguntó.

Puso su mano en mi espalda. No me frotaba, ni me daba palmaditas, solo sentía su mano caliente sobre mi espalda y de alguna manera, eso era suficiente. Era reconfortante, en realidad.

—¡Tiene novia!

—Oh, que bastardo.

—Y está embarazada.

—Whoa.

Asentí con empatía.

—Estaba en el trabajo cuando recibí un correo electrónico de ella y una foto de la ecografía de su bebé. Todavía no puedo creer como nunca sospeché que yo era la otra mujer. —Me lamenté inconsolablemente y apoyé mi cabeza en su hombro.

—No es tu culpa, Harper —me calmó.

No podía mirarla a la cara por mi posición, y aunque lo hiciera no podría verla por las lágrimas en mis ojos, pero se sentía increíblemente bien estar tan cerca de ella, tanto que podría haberme quedado allí para siempre.

—No hiciste nada malo.

—Aún no te digo la peor parte —hipé.

—No me digas que tú también estás embarazada.

Me quedé sin aliento.

—¡Oh, Dios, no!

—Entonces nada puede ser tan malo.

—Es mi jefe.

—Oh, Jesús.

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Hey! Acá otros cuatro. Sé que dije que intentaría subir más temprano pero se me complicó el día. Besos!

Del engaño al amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora