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No recuerdo varios detalles sobre mi vida, pero hay un año en específico que tengo fresco en la memoria. Siempre he tenido miedo de que estos recuerdos desaparezcan de mi mente un día, así, sin más. Con un simple ¡puf! se esfumen y yo me quede a la deriva de estos sentimientos que se avivan igual que la primera vez.

Dudo bastante que alguno de los tres supiera lo que el destino nos tendría preparado. Para ser sincero, lo único en lo que podía pensar aquel 3 de septiembre de 1972 fue que hacía un frío de mierda y que esperaba no ser compañero de Elliot Jones. El presuntuoso muchacho me había dejado asqueado en tan solo unos cuantos segundos a su lado. No paraba de hablar de sus múltiples viajes por el mundo, poniendo al corriente a sus amigos de sus vacaciones ni tampoco olvidó un solo detalle de su terrible madre; y a mí todo eso me olió a una mala excusa para llamar la atención.

—Te acostumbrarás enseguida.

Fue lo que dijo mi madre minutos antes de que mi tren partiera. Pero yo no le creí. Y, de hecho, no sucedió.

Con solo entrar al recinto donde sería la ceremonia, mi instinto me gritó que saliera huyendo de aquella locura. Un lugar repleto de idiotas ricos y presumidos. Bastarían un par de miradas en mi dirección para que notaran que desentonaba entre todos esos lujos. Tendría suerte si mi primer y último año se limitara a escasas burlas por semana. Frank me había advertido de eso cuando le dije sobre mi aceptación.

—Los chicos como nosotros no nos juntamos con esa gente. Peor aún: gente como ellos no quieren siquiera estar sentados junto a nosotros. —Dio una calada a su cigarro.

El olor de los cigarros normales podía soportarlos, pero los que fumaba mi amigo apestaban a pasto quemado.

—Todos ustedes, jóvenes, han ingresado a una institución que ha sido respetada y honrada durante setenta y cinco años. Los alumnos que estuvieron antes que ustedes se convirtieron en hombres reconocidos que prestan sus servicios para engrandecer este país. —El director dio una pausa—. Este colegio es el pilar de su futuro. De ahora en adelante trabajaremos para convertirlos en hombres honorables.

Se les había pedido a los padres de familia que asistieran a la ceremonia (por suerte, mis padres no tenían dinero para venir), ellos eran los únicos sentados en las filas de enfrente. A nosotros, los futuros "hombres honorables", nos habían obligado a mantenernos de pie bien erguidos.

De haber escuchado a mi padre, en ese momento habría estado en Heamont (o, como preferíamos llamarlo Frank y yo: Heallmont), cambiándole el alimento a los cerdos, no escuchando el discurso de un viejo con aires hitlerianos.

—Aquí ningún alumno es incorregible. ¿Cómo lo sabemos? Se preguntarán, e, incluso, algunos de ustedes me desafiarán. Pero para ello nos encargamos de reprender cualquier quebrantamiento a las normas. Hasta el más diminuto error será debidamente castigado; nada se pasará por alto en esta academia.

Eso era lo que más ansiaban los padres; que nos doblegáramos. Que perdiéramos toda pizca de rebeldía impregnada en nuestro cuerpo y obedeciéramos las normas. Si ellos, las personas que nos engendraron y criaron, no podían con la tarea de hacernos responsables, entonces nos echarían a las fauces del lobo para que aprendiéramos de la forma más dolorosa.

Para muchos el Colegio Bertholdt era sinónimo de prestigio, de clase, de majestuosidad. En el bajo mundo del cual provenía, significaba esperanza; lo veíamos casi como una luz verde al final de la bahía. Tratábamos de estirar las manos, pero nunca parecía acercarse a nosotros una realidad tan próxima a la riqueza.

No me extraña que varios de mis vecinos me odiaran. Había tropezado, por mera casualidad, en un charco de grandeza, y prefería continuar saltando en el lodo. ¿Qué clase de idiota me había educado? A decir verdad, ahora que puedo dejar la pretensión de un joven que intenta aceptar gustoso su papel de muchacho diferente, odiaba el giro que había tomado mi vida porque podían haberle dado mi lugar a alguien que lo aprovechara. Como Connor, el hijo del carnicero, que pasaba tardes enteras estudiando y las noches y mañanas las dedicaba a ayudar a sus padres; era un hijo devoto.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora