[ VI ]

19 4 3
                                    


A pesar de lo mucho que nos escribimos los primeros meses de mi llegada a Bertholdt, Frank no era un aficionado a las cartas; él prefería las llamadas a tener que concentrarse para escribir una carta decente. Pero a mí no me gustan las llamadas. Me aterran. Cuando escribo tengo tiempo para pensar en lo que debo decir y tengo la oportunidad de desechar las hojas si me arrepiento de mencionar algo; pero cuando se habla con una persona no hay vuelta atrás, lo que sea que salga de tu boca tendrá repercusiones en la conversación.

Charl:

¿De verdad los llaman señores? Santo cielo amigo tu situación sí que está del asco. Si tuvieras que estar encerrado con chicas no sería tan malo, pero convivir con tanto hombre... Nada más no te vayas a volver como Bruce solo porque extrañas a las mujeres. Ese ya quedó enfermo de por vida. Por cierto, ¿en qué anda ahora tu papá? Tu madre me ha pedido que lo vigile más de la cuenta y por lo que veo se está relacionando demasiado con los Fisher. Cuidaré de Donna así que estate tranquilo campeón.

Me debes tres dólares cabrón no se me ha olvidado.

Tuve que sonreír ante lo último, sin embargo, la gracia me duró poco. ¿En qué se estaba metiendo mi padre? Nada bueno debía ser viniendo de él, pero si le sumábamos que se estaba metiendo con los Fisher, los únicos en nuestra zona que traficaban cierta droga blanca, entonces la situación se volvía alarmante. Más le valía no hacer ninguna idiotez, queriendo hacerse el listo con ellos, o si no mi madre y yo terminaríamos pagando los platos rotos.

Como si le importara.

Elliot abrió la puerta de la habitación en el momento en que guardaba la carta de Frank en el cajón. Tenía el labio partido. Aunque no se veía molesto, sino, más bien, triunfante.

—¿Vino de visita tu mamá, Jones?

—Jódete, Charlotte.

Le enseñé el dedo medio.

Meses después descubrí que tenía razón, los padres de Elliot habían ido y, como de costumbre, tuvieron un desacuerdo que terminó en mi compañero de habitación insultando de forma elegante a su madre (la palabra desquiciada de mierda figuró en su oración), por lo que recibió un merecido puñetazo por parte de su padre, que a Elliot le supo a nada luego de haber tenido la oportunidad de decirle sus verdades a la mujer que lo parió.

Michael estaba equivocado acerca de Simon. No se le pasó el enojo, por lo menos no enseguida, así que, a la siguiente clase de Literatura que tuvimos (la única que compartíamos), tuve que lidiar con sus evasivas y miradas de reproche que me lanzaba cuando no estaba viendo, pero, al girarme para confrontarlo, él regresaba su atención al profesor, con aire muy digno.

Al principio me molestó y ni siquiera traté de remediar la situación. ¿Quién se creía Andrews ignorándome por un estúpido desacuerdo? Se comportaba igual que un niño al que han ofendido. Y yo no pensaba disculparme por algo que ni siquiera había iniciado. Era problema suyo si me veía como a un pretencioso. De hecho, él me debía pedir perdón por insultarme delante de otro alumno.

Y, sin embargo, durante los desayunos, comidas y cenas, buscaba con la mirada el cabello ondulado de Andrews, esperando que él también estuviera mirando en mi dirección. Pero nunca parecía al pendiente de lo que yo hacía; estaba atareado relacionándose con otros estudiantes.

Un sábado por la tarde, recostado bajo la sombra de un frondoso árbol, mientras fingía leer, Simon y un par de chicos jugaban una especie de béisbol combinado con golf. El bastardo ni siquiera parecía notar mi existencia a pesar de que me encontraba a unos cuatro metros de él.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora