[ VIII ]

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Extrañar a mamá y añorar volver a verla eran sentimientos que se encontraban en constante debate con mi repudio hacia la casa de mi infancia. Lo descubrí durante las vacaciones de Navidad, a unos minutos de bajar del autobús que me dejaría a dos cuadras de mi dirección.

Había presenciado durante una semana entera el éxtasis incontrolable de mis compañeros ante la idea de volver a sus hogares. Regresaban al mundo de la opulencia, del descontrol. Olvidaban por completo que era una libertad ilusoria, que, a principios de año, regresarían, con la soga aún más apretada sobre el cuello, a cumplir la sentencia.

Mi íntimo amigo Joe, acudió a mi encuentro antes de que todos partiéramos para darme una cálida despedida. Se me atravesó en el camino y sin darme tiempo a pensar, me tendió la mano.

—Pido una tregua, Miller —dijo. Sonó tan asquerosamente genuina su petición que balbucí—. La culpa acabará conmigo si nos marchamos en malos términos.

Simon trotó hasta llegar con nosotros. Arqueó una ceja y buscó respuestas en mí, pero yo no sabía qué mosco le había picado a Joe.

—No me digas —respondí, sarcástico.

—¿Por qué tu mecanismo de defensa siempre es ser un imbécil? —Me le quedé mirando. A nuestro alrededor los chismosos se aglomeraban—. ¿Es algo que aprendes en la calle?

Andrews me instó a marcharnos, pero mi orgullo me lo impidió.

—Sí, ¿y a ti qué te importa?

Hubo varios gritos de sorpresa, animados de echar más leña al fuego para tener un show de regalo.

Joe había dejado la trampa expuesta, pero me envalentoné creyendo que le daría vuelta a su estúpido juego, cuando lo que estaba sucediendo era que había caído sin siquiera percatarme.

Maxwell chasqueó la lengua.

—Es una pena que el siguiente año no retomes el semestre; este colegio podría enseñarte mejores modales.

Antes de poder mandarlo al demonio, una persona cerca gritó:

—¡Oye, Jones! —La multitud se giró hacia donde caminaba la estrella del lugar. Elliot se pasó una mano por el cabello rizado y se detuvo en seco—. ¡Están molestando a tu mascota!

Elliot se fijó en mí, luego en Joe (quien se encogió imperceptiblemente), para al final centrarse en la persona que lo había llamado. No hubo necesidad de usar palabras, el gesto impasible de Jones fue suficiente para comprender que bromear a costa de él saldría caro.

Aprovechando la distracción, Simon jaló mi abrigo y me obligó a irme de ahí. Pudimos llegar a las puertas del colegio sin armar otro escándalo, donde sus padres lo esperaban. A su madre me costó encontrarle parecido con él (rubia, de ojos saltones y robusta), pero al guiar mí mirada dos centímetros junto a ella, me di cuenta de que el culpable era el padre. El señor Andrews le había heredado a su hijo todos sus rasgos: desde los ojos verdes, las prominentes ojeras y la barbilla partida; salvo que en él todos estos componentes resultaban en un hombre distinguido. Y en Simon, no.

—¿Nos veremos regresando de vacaciones? —titubeó.

—Idiota, no me digas que te dejaste influenciar por lo que dijo Joe.

Simon se rascó la nuca y rio.

—Uno nunca sabe. —No, en Simon esos rasgos acentúan su personalidad de tontuelo—. Ven, vamos con mis padres.

Me resistí.

—¿Para qué quiero ir con tus padres?

—Te los voy a presentar.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora