Por supuesto volvió a ocurrir.
Quise culpar a las circunstancias que nos habían situado en la misma habitación, porque, luego de nuestro primer encuentro, cada vez que coincidíamos para dormir o tomar cualquier objeto que olvidábamos "por accidente", al hacer contacto visual, los recuerdos de esa noche volvían más intensos y deseables. Sumado a eso, saber que nadie entraría si poníamos el seguro, resultaba una invitación tentadora.
Aquello no significaba que nos acostáramos todos los días, pero sí es cierto que ofrecía excusas burdas a Simon para quedarme en la habitación por si la ocasión se presentaba. Con frecuencia, esperábamos a que anocheciera, nos quedábamos en silencio, cada uno enfocado en sus actividades, hasta que alguno, consciente de que el ajetreo se había reducido al sonido de los grillos, consideraba pertinente cruzar la línea imaginaria que dividía nuestras camas e iniciaba el juego. Nunca había palabras que denotaban afecto, ni nos quedábamos juntos al terminar. Era como si nada hubiera cambiado, salvo por el sexo.
Probamos, en menos de dos semanas, cada posición que el cuerpo permite, dejando en evidencia que éramos dos jóvenes ansiosos por explorar nuestra sexualidad, seguros que el tiempo estaba en nuestra contra. Había días en que nos bastaba usar nuestras bocas para satisfacernos.
Y en varias ocasiones tuve que morderme la lengua al querer cuestionarlo acerca de dónde había aprendido tantas cosas. Solía pensar, en mis ratos burlescos, que sus padres pagaron el mejor profesor en dichas "técnicas", para que, si su hijo resultaba ser una decepción, por lo menos se convirtiera en el mejor marica de Estados Unidos.
Afortunadamente, lanzó la respuesta mientras me encontraba encajándole las uñas en la espalda y su mano retenía los sonidos que yo emitía.
—¿Quién diría que en esta escuela afinaría uno de mis mayores talentos? —De haber tenido control sobre mi cuerpo, habría rodado los ojos—. Si el director descubriera a cuántos de sus ejemplares estudiantes les encanta montarme durante horas, le daría un infarto.
Para cuando mis neuronas volvieron a funcionar, cuestioné:
—¿Hay más como nosotros en Bertholdt?
—No somos fenómenos para que lo digas de esa manera —me corrigió.
A medida que lo conocí, descubrí que para Jones el tema de la homofobia, palabra casi nueva en el vocabulario de las personas en ese entonces, era serio, cualquier broma la recibía como una ofensa personal. Resultará obvio para muchos el por qué de la sensibilidad de mi compañero, pero yo, que apenas reconocía quién era, lo tomaba como una exageración.
—Pero, sí, hay muchos gays en Bertholdt. —Me escaneó de arriba abajo; enseguida me cubrí con la sábana, pues aún me intimidaba ser observado desnudo por un hombre—. No creerás que eres con el único que me acuesto, ¿o sí?
Sentí un inusual malestar en el estómago, parecido a tener tarántulas trepando en mi interior con el objetivo de salir por mi boca.
—¿Por qué me sorprendería saber que eres la puta de todos los homosexuales? —repliqué. Esperaba humillarlo tanto como él a mí.
—Al menos no gimo como una —sonrió.
Mordí la parte interna de mi cachete.
—¿Sabes? Quisiera partirte la cara.
—Hazlo —Me quedé en la misma posición, sin efectuar ningún movimiento. Alzó los brazos y se partió de la risa—. Lo olvidaba: no puedes, porque perderías la única vía que te permite ser quien en verdad eres. Porque eres tan cobarde que jamás le dirás la verdad a ningún hombre. Soy todo lo que tienes.
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Hasta los Dioses se enamoran
Teen FictionUn joven recuerda su primer año en el colegio Bertholdt, el lugar donde conoció a los dos compañeros que impactaron de sobremanera en su transición a la adultez. *** Charlie impregna de melancolía cada págin...