[ XXXIII ]

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Hay cierta ironía en cómo podemos ignorar por completo la existencia de personas a tu alrededor hasta que pasa algo que te obliga a voltear a verlas. Por ejemplo, de haberme interrogado respecto a Bruce Hudson semanas antes de mi cumpleaños, habría dado una respuesta escueta que todo el mundo diría: el hijo menor (un tanto retraído) del congresista Peter Hudson.

Podía parecer una observación mediocre, dado que al inicio del curso conocía de memoria con qué pie cojeaba cada familia y alumno de Bertholdt, pero para ese entonces había abandonado (por mucho que lo quisiera negar) mi posición a la defensiva contra mis compañeros y había decidido, de cierta manera, unirmeles. Aún así, cualquiera diría lo mismo que yo.

Incluso ustedes deben preguntarse qué demonios hago nombrando a un alumno como él, nada especial. Lo entenderán.

Sin embargo, primero debo plantearles la perspectiva que tenía de él, lo insignificante que parecía, hasta que todo se salió de control. Y es que Bruce jamás trató de destacar, ni para bien ni para mal; era el tipo de chico que señalas en el anuario y todos se encogen de hombros al no recordar ni siquiera que compartían clases. Fue nuestro fantasma de segundo grado.

Nadie se metía con él porque no hacía nada para que ameritaba burlarse (y porque, aunque no lo crean, el tema político en unos mocosos siembra un poco de miedo), tampoco se esperaba nada de él, pues sus hermanas no llegaron a influir en Bertholdt, y su padre era todo menos una figura imponente.

La tarde que se volvió importante, me encontraba leyendo en la biblioteca, pues los chicos tenían actividades extraescolares y yo, que aún me veía libre del suplicio de ayudar a los profesores, no tenía nada más que hacer.

Tomé un ejemplar de Crimen y Castigo, y me sumergí de inmediato en la lectura que me presentaba el autor. Quedé hipnotizado por los párrafos de descripciones que me daban más y más información del personaje y su mundo. Estuve así unas cien páginas antes de que la sensación de que debería estudiar se presentó. Ya no era el chico que devoraba libros a pesar de los parciales.

Coloqué lo que tuviera a la mano a modo de separador y fui apilando los libros de las materias que había tenido ese día. Inicié con Matemáticas. Resolví un aproximado de treinta ejercicios, los cuales me dejaron con un dolor intenso de cabeza que tuve que detenerme, echar la cabeza hacia atrás e inhalar hondo.

Entonces lo escuché.

Fue un quejido. No. Un grito que, por alguna razón había sido reprimido.

La biblioteca tenía a unos cuantos chicos estudiando y ninguno parecía haber notado el ruido.

Confundido, cerré el cuaderno y proseguí con Química, pero antes de que tuviera oportunidad de llegar a la página que necesitaba repasar, el sonido de un grupo de personas corriendo, me detuvo. Me apresuré a guardar mis cosas en la mochila y salí a paso apresurado a donde suponía estarían yendo las personas que escuché.

Anduve un rato sin rumbo hasta que encontré la fuente del ajetreo escondida en uno de los almacenes. Para no llamar la atención de los que se encontraban dentro, busqué alguna rendija o ventana que ayudara a ver; me posicioné en cuclillas justo por una especie de rejilla de ventilación. Lo que encontré me hizo contener el aliento.

En un inicio me costó ver con claridad qué sucedía, ya que el campo de visión no era demasiado. Me bastó con ver a unos chicos moverse con fiereza contra algo en el piso, entonces supe qué sucedía. El sonido de los golpes fue estremecedor, me hizo recordar el trato de Ian y cómo a veces, rogaba por ahogarme con mi propia sangre.

La persona que atacaban no hacía nada, no emitía ninguna protesta o queja, me parece que ni siquiera ofrecía resistencia. Debían haberlo molido a golpes al punto de haberlo dejado inconsciente.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora