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Los rumores acerca de Williams fueron ambiguos durante un tiempo. El colegio entero inició sus especulaciones la mañana siguiente a su despido, cuando el mismo Chapman impartió la clase de Literatura; pero aún así la gente desconocía si se trataba de algo temporal o definitivo.

A Chapman y a los demás profesores les tomó tres días aclarar la confusión. Entonces todos asumieron que Williams había hecho algo terrible, equiparable con un asesinato.

Las regaderas era el lugar perfecto para soltar toda clase de teorías. Y, sin embargo, a nadie se le pasó por la mente que la respuesta la tendría alguno de sus compañeros por ser responsable, cómplice o estratega. Sé que de haber tenido compañeros observadores, habrían reparado en que Simon siempre pretendía cambiar de tema o que se quedaba ensimismado escuchando los disparates que se inventaban. Si alguien hubiera acorralado a mi amigo para pedir explicaciones, ceder sería la primera opción de Simon.

Por ello Luke y yo tratábamos de estar con él la mayor parte del tiempo. Fue la mejor distracción, pues, al cuidar que el secreto de Simon continuara resguardado, nosotros olvidábamos que también era culpa nuestra.

Los cambios en público no fueron relevantes, la manera en que nos comportábamos poco había de diferente, no obstante, a solas, nunca faltaba el silencio eterno que amenazaba con convertirse en confesiones y arrepentimientos. Dejaba de tomar fuerza tras los primeros cinco minutos, pronto retomábamos la rutina como si nada. El problema era que las cavilaciones resonaban a solas y tú tenías la responsabilidad de acallarlas.

La irónica maldición que nos unía era que la culpa se iba acrecentando con el pasar del tiempo, y de la posible solución huíamos a diario: hablar. Me era imposible revelarle a la gente, incluso a los implicados, cómo me sentía. Porque aceptarlo significaba echar a la basura lo que habíamos hecho, dar a entender que había sido un mero acto infantil, en lugar de uno heroico.

Conllevaba admitir que Williams no se lo merecía.

Pero la culpa interna me carcomía sin darme cuenta. A pesar de que tomé a Simon como el más débil, el que soltaría todo en cualquier momento por no soportar la responsabilidad de sus actos, yo era el que buscaba infligirme dolor. Salvo la primera vez que lo hice, la noche del crimen, en las demás ocasiones todo era inconsciente.

Jalarme el cabello durante un parcial, arrancarme los pellejos de los labios durante la espera de mis amigos en las regaderas o rascar mi piel al punto en que mis uñas quedaban grabadas en esta. Lo consideraba como lo más natural para concentrarme, dado que mi retención quedó entorpecida por el suceso.

No eran medidas perceptibles o que pudieran alertar a las personas. Excepto por un detalle: Elliot. Si bien el uniforme cubría los rasguños, negarme a desprenderme de él a la hora de tener sexo habría levantado más sospechas de las que generó una vez las notó.

—¿Y esto? —Se detuvo en seco y examinó mis brazos.

—¿Qué?

—¿Te las hiciste tú?

Percibí recelo en su pregunta, como si creyera que en realidad era producto de otra persona. Estuve tentado en decirle que no había sido yo, solo para comprobar su reacción. ¿Hasta qué punto Jones se atrevería a demostrar que era una especie de propiedad para él que los demás debían respetar?

—Sí. —Él arqueó una ceja—. No me fijé dónde me senté y un montón de hormigas me mordió; la comezón es terrible.

—Ten más cuidado para la próxima entonces.

—A todo esto, ¿por qué te doy explicaciones sobre mi cuerpo? —mascullé.

—Porque lo compartes conmigo. —Acto seguido, besó la marca más grande de mi antebrazo derecho.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora