[ III ]

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Hasta que cumplí los diecisiete años no supe lo que significaba dormir en una cama decente. Puede parecer una vivencia banal, y entiendo por qué, pues, luego de mi primera semana en la prestigiosa escuela, había dado por sentado que así debían ser todas las camas en las que se recostara cualquier persona. No obstante, el primer día que posé mí cuerpo sobre las sábanas, sentí que me hundía. Era demasiado extraño dormir sobre un malvavisco cuando me habían acostumbrado a dormir sobre una roca.

Elliot dormía profundamente, por lo que no escuchó mis sollozos esa noche.

Lloré porque un detalle insignificante podía marcar las carencias de la gente. Mientras mis compañeros se quejaban por extrañar sus almohadones de plumas, yo me removía en mi cama, esperando no olvidar nunca lo que era dormir en una buena cama.

Y, ya que menciono a mi compañero de habitación, los que pensaban que por dormir en el mismo sitio terminaríamos matándonos en medio de la noche, déjenme desilusionarlos. Lo cierto es que ni él ni yo pasábamos demasiado tiempo ahí. Elliot siempre se divertía con sus amigos fuera; yo iba a la biblioteca a hacer tarea, a leer o escribir. Las pocas veces que nos encontrábamos estábamos tan fatigados que solo teníamos fuerzas para lanzar unos cuántos insultos.

Menos mal. De lo contrario me habría sentido como en casa, salvo que ahí mi contrincante era Elliot, no mi padre.

—Pareces una mujer al arreglarte tanto, Jones. —Era la forma de decirnos "buenos días".

—¿Celoso? Lamento que no tengas nada que embellecer. —Se pasó la mano por sus rizos, dando los últimos toques a su cabello castaño.

Siempre me pareció irónico que Elliot tardara demasiado arreglándose el cabello para que al final se viera despeinado y le diera un aire de rebeldía.

—Mi belleza es natural.

Gruñí cuando, en lugar de una respuesta, Elliot solo rio.

Metí el último cuaderno que necesitaría ese día y salí de la habitación. Un muchacho me golpeó el hombro al pasar junto a mí. Respiré hondo y estrujé las asas de la mochila. Perfecto, mi día acaba de empezar.

El cielo grisáceo me contagió de una melancolía, la cual siempre trataba de evitar. Esa opresión en el pecho aún me atormenta, aunque hemos hecho las paces desde hace mucho tiempo. Inhalé profundo. Agregado al ambiente el frío que penetraba mis huesos, se avivaron mis ganas por regresar a la habitación y quedarme ahí, arropado hasta la cabeza, unos cien años.

En casa era más sencillo levantarme e iniciar mi aburrida rutina. Estando en mi pequeña y lúgubre casa, con saber que mi padre entraría a mi habitación y me arrastraría fuera de la cama para realizar mis deberes me bastaba para abrir los ojos sin titubear. Al igual que con las cobijas, apartaba de mí la intoxicante sensación de vacío, tirándola a una esquina donde me esperaba, paciente, a que regresara para impedirme dormir.

—¿No sienten que apesta por aquí?

Diré un punto a favor de Luke Nolan: nunca hizo distinción conmigo por mi clase social; era una mierda de personas con ricos y pobres. Cabrón, claro que sí, pero moral. Me atrevo a decir que, de todos los bastardos bien peinados, el único al que respetaba era a Luke, por tener convicciones bien puestas y nunca fallarse. Creo que, si nuestro destino es corrompernos en un punto de nuestra vida, por lo menos debemos saber qué fines queremos obtener al permitir que nuestra alma sea corroída.

Tomé asiento en la primera banca junto a la puerta, jugando con mis dedos pulgares. En Bertholdt hallé mil formas para controlar mis respuestas bruscas.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora