[ VII ]

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—¿Tú, empresario? ¿De verdad? —pregunté, sin dar crédito a lo que escuchaba.

En mis tiempos como estudiante, mi creencia se basaba en la incredulidad más que nada. Tenía la certeza de conocerlo todo, por lo que me daba el lujo de cuestionar lo que me resultara incoherente.

—Según mi padre. —Simon, con la corbata amarrada en la frente, subió el volumen de la música—. Y según mi madre seré un maravilloso doctor. —Tuvo que alzar la voz para hacerse escuchar. La voz de Bowie, un artista que conocí gracias a Simon, hizo eco en la habitación.

Por suerte los sábados por la tarde teníamos permitido poner música a un volumen moderado. Aunque Simon consideraba moderado que el sonido te hiciera estallar los tímpanos; pero nadie venía a reclamarnos por el ruido ya que todos salían para visitar a sus familiares o asistir a fiestas. Las salidas podían otorgarse si un familiar firmaba el permiso para que su hijo saliera o si, dado el caso, el director lo determinaba oportuno.

—Deberíamos invitar a Mike —propuso Simon.

—¿Crees que Su Majestad quiera juntarse con nosotros pudiendo rodearse de gente popular?

—No exageres, Mike no es de esos que se les sube a la cabeza la popularidad.

Ahora que puedo reflexionar más sobre los pequeños detalles, llegué a la teoría de que a Michael no se le había subido la popularidad, como había expresado Simon, por una simple razón: no lo tenía permitido. De ello me di cuenta gracias a la información que fui recolectando de Mickey con el paso del tiempo.

—Si quieres invitarlo, no me opondré.

Todavía me faltaba agregar una advertencia respecto a Michael, pero Simon, impetuoso como de costumbre, salió de la habitación nada más saber que estaba de acuerdo con lo que proponía.

Me quedé en la habitación de Simon, esperando a que ellos llegaran, con la compañía de Ziggy. En un momento dado en que comprendí que la presencia de ambos tardaría en aparecer, abrí la ventana que se encontraba en medio de las dos camas, me recargué en el alféizar y aspiré el aroma del mediodía. El calor acarició mi piel y molestó mi vista, aunque ese toque penetrante solo logró otorgarle un ambiente elegante a la situación.

Al bajar la mirada, me encontré con la silueta del director Chapman, manos en los bolsillos y postura erguida, el cual divisaba algo a lo lejos; tenía una expresión de concentración, como si fuera necesaria una bomba para aturdir sus pensamientos. Lo que me llamó la atención no fue que Chapman estuviera en medio del camino a los dormitorios, sino el rumbo de su mirada. Parecía ver, más que una cosa corpórea, un recuerdo vago al cual debía tratar con la mayor delicadeza a menos que quisiera que se evaporara. Me quedé observándolo a la vez que cuestionaba para mis adentros qué demonios veía.

Como no hubo nadie que me diera una respuesta, me di el derecho de formular una por mi cuenta.

Por la mente del director transitaban pensamientos de angustia y desolación. El viento susurraba afirmaciones que ya sabía, pero que aún le costaba asimilar, como el escaso tiempo que le quedaba. Sin embargo, el aviso no le aterraba, lo único que deseaba confirmar era si, a donde sea que fuera luego de la muerte, podría reencontrarse con su hijo y entonar las palabras que nunca le había dicho. Si su hijo, de alguna forma, recordaría su nombre.

—¡Charlie, mira a quién traje! —exclamó Simon, teniendo nula consideración en cuanto a mis divagaciones.

Eché un último vistazo al director para luego girarme y ver a Michael, de nuevo envuelto en un suéter dos tallas más grande y con una sonrisa tímida. Suspiré.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora