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Pasaron días antes de que mi padre diera tregua a mi magullado cuerpo y se limitara a gruñir cada tanto. Aquel reencuentro me obligó a mantenerme en casa hasta Navidad; no por falta de voluntad, sino porque tenía estrictamente prohibido abandonar mi habitación a menos que mi padre estuviera en casa para supervisar mi buen comportamiento. Como mi padre no confiaba en su ejemplar hijo, decidió cerrar mi habitación con llave.

Cuando él regresaba de trabajar, iba a mi habitación, me indicaba que podía cenar y yo trataba de controlar mi hambre, para no recibir un castigo por malos modales en la mesa, para después ser encarcelado de nuevo. Mamá trató de ayudarme, pero lo último que deseaba era que arremetiera contra ella, así que me comporté.

Los días previos a Navidad ansié con tanta fuerza volver a Bertholdt que me sorprendí. Deseaba discutir con Elliot, charlar durante horas con Simon... Admirar a Michael. Los matices buenos y malos del colegio se me antojaban entrañables, mejores que mi hogar. ¿Había perdido la cabeza para preferir la jauría de ricachones antes que la estadía junto a mis padres? ¿Era acaso coherente?

Ahora sé que sí, pero en ese tiempo donde en las escuelas se enseñaba sumisión total ante las autoridades y en especial a los padres, mi mentalidad parecía retorcida. Imagino que muchos otros jóvenes pensaban igual que yo.

Durante Nochebuena, mi carcelero (digo, mi padre) levantó mi castigo con una condición: comportarme como un hombre y no volver a probar su compasión. Accedí de inmediato. Sin embargo, Ian tenía preparada una trampa que le daría la excusa perfecta para volver a insultarme. Me dio la tarea de ir por el postre favorito de mi madre y regresar antes del mediodía. Y si bien nunca habría recibido el premio al mejor padre, conocía mis movimientos; sabía a la perfección que yo, imprudente como solo un tonto que se cree inteligente puede serlo, tomaría la oportunidad para cagarla de nuevo.

No te daré el gusto, cabrón.

Cumplí al pie de la letra lo que me pidió. Nada de distracciones o desvíos que me encaminaran a la casa de Frank. Elegí el pastel Red Velvet, pagué y regresé a casa, justo antes de que el reloj marcara siquiera las once y media de la mañana. Todo marchaba bien. Demasiado...

—Charlie —me llamaron a unas cuadras de mi calle.

El diminutivo en labios que no fueran de mi madre me hacía chirriar, pero con Becky toda molestia se disipaba enseguida. Sin saber a ciencia cierta por qué, ella representó la excepción en varios aspectos de mi vida. Aún hoy me cuestiono si llegué a enamorarme de ella, porque no es posible que sintiera tanto cariño por una vieja amiga de la infancia.

—Becky —dije dubitativo—, ¿cómo has... estado?

Ella abrió y cerró las manos.

—¿Elegí un mal momento?

—Hum, no, en absoluto. —Por puro instinto desvié la mirada hacia nuestra calle; temía encontrarme con la figura de mi padre.

Es gracioso porque, de haberme encontrado con ella, a esas alturas en lugar de impedirme verla, se habría sentido orgulloso. Y aquello me haría vomitar.

—Pasó una semana desde que nos vimos y me preocupé... —Becky me escaneó—. Oh, ya entiendo. —Bajé el rostro con la intención de que cualquier moretón que ella hubiera visto fuera ocultado—. Quería entregarte un regalo mañana, pero mis padres y yo iremos de viaje, así que pensé en dártelo hoy. —Antes de que objetara algo, agregó—: Seré rápida, lo prometo.

Revisé el reloj. Faltaban veinte minutos para la hora límite. Había tiempo.

—De acuerdo.

El pastel en mis manos impedía que corriera, aunque Becky tomó la delantera y llegó a su casa antes de que yo caminara hasta el centro de la calle, donde me detuve para que mi padre no me encontrara hablando con ella. La esperé unos minutos, pero comencé a impacientarme, así que caminé a casa, solo que no entré, me quedé ahí parado. Aún cuando el reloj marcaba que me quedaban diez minutos de tolerancia, seguí allí. De nuevo, no sé qué me ocurría con Becky, porque habría esperado dos horas a que regresara de ser necesario.

Hasta los Dioses se enamoranDonde viven las historias. Descúbrelo ahora