1

144 11 0
                                    

2015

El olor a café que seguramente su abuelo ya estaba tomando, llegó hasta el piso de arriba y se anticipó a la alarma de su celular. Era una cálida mañana de septiembre y los incipientes rayos del sol se colaban traviesos por la persiana de la única y pequeña ventana que había en su habitación. Melany estaba tan acostumbrada a que sus pies sobrepasaran la cama que ocupaba desde que podía recordarlo, que aquello había dejado de sentirse molesto y hasta comenzaba a ser necesario para poder dormir.

Con menos ganas de las que debería se incorporó mientras un enorme bostezo la invadió de tal forma que hasta estiró los brazos sobre su cabeza para acompañarlo. Sus pies descalzos sobre el piso crujiente de madera la llevaron hasta el diminuto baño, donde con movimientos estudiados se lavó la cara, los dientes y peinó su cabello castaño, cuyo lacio ayudaba a engañar a la humedad, tan característica de la provincia de Buenos Aires. 

Cuando culminó la tarea de vestirse, con sus jeans gastados y la remera blanca que alojaba un pequeño Winnie the Pooh cerca del corazón, tomó su taza floreada, su mochila y terminando de calzarse sus zapatillas acordonadas, descendió la escalera caracol para detenerse unos minutos en la entrada del local, donde su abuelo acomodaba una caja de tornillos, como un cirujano sutura una herida profunda. 

Los años se habían encargado de dejar huellas por todo su rostro, los anteojos en el precipicio de su nariz ocultaban sus ojos achinados para lograr mejor visión y la punta de su lengua apenas asomaba temerosa entre sus dientes, dándole seriedad a la labor que tan concentrado lo tenía. Don Lautaro había sido el dueño de la ferretería de la calle Riobamba mucho antes de lo que su padre así lo señalará. Conocía cada rincón de los estantes, el contenido de los cajones y la medida de cada soga que colgaba de los múltiples ganchos cuidadosamente atornillados a la única pared libre de la estancia. Disfrutaba de sus días allí, ordenando herramientas, conversando con los clientes y escuchando partidos de fútbol en la pequeña radio de antena de aspecto más añejo que él. Desde que su amada esposa lo había dejado, a la corta edad de los 50, ese había sido su refugio. Si bien aún extrañaba su voz desde el piso de arriba anunciándole que el almuerzo estaba listo, la seguridad de la rutina le ofrecía un cómodo y sereno bienestar. 

Don Lautaro volteó y su pequeña debilidad le sacó una gran sonrisa.  

- ¿Tan temprano estás trabajando, abu? - le dijo Meany, acercando su taza vacía para que el hombre la llenara de café. 

- Y sí, Mel, ya sabes que los viejos no dormimos tanto. ¿Dormiste bien? Anoche cuando por fin concilie el sueño tu luz aun estaba encendida! - Mel tomó la taza con ambas manos disfrutando del calor que ésta le ofrecía y respondió. 

-Me quedé estudiando bastante, ya quedan pocos exámenes pero no son nada fáciles. - Melany había conseguido una beca en Universidad Católica de Buenos Aires y si todo seguía como planeaba este año culminaría su carrera en ciencias económicas. Su vida entera era estudiar. Si bien disfrutaba de las ocurrencias de sus compañeros y disfrutaba de su amistad con Carolina, una estudiante de su carrera con la había encajado casi desde el primer día, no le dedicaba demasiado tiempo a salir. El pasado la había golpeado demasiado pronto llevándose su adolescencia y con ella sus ganas de divertirse. 

Se sentía una chica feliz, cumplía sus objetivos, tenía su propia casa que, aunque pequeña, ella misma había decorado hasta el último rincón y agradecía que la compañía de su abuelo cada día, le recordara ese amor de familia que supo tener y anhelaba  volver a construir algún día.

Melany terminó de tomar su café bajo la atenta mirada de su abuelo. 

- ¿Hoy es la entrevista? - le preguntó éste frunciendo el ceño. Melany asintió con la cabeza mientras juntaba las manos en señal de plegaria. 

- ¡Ay abu, tengo tantas ganas de empezar a trabajar de lo que me gusta, espero que me den la pasantía! - dijo con esperanza, al tiempo que tomaba su mochila y se ponía la campera. 

- ¡Estoy seguro de que lo vas a conseguir! Tené fe hermosa ¡Te mereces lo que deseas! - casi no pudo terminar de hablar, por las amenazantes lágrimas que asomaban en sus pequeños ojos celestes. Mel dio la vuelta al mostrador y le regaló un enorme abrazo. 

-Te quiero abu- le dijo mientras se separaba y abandonaba el local, borrando el vacío que comenzaba a aflorar de su pecho.  Con la certeza de ir por el camino correcto y la incertidumbre de lo que le depararía el destino ese día, tomó el tren en la estación de Lanús y cuando el vagón parecía a punto de estallar, la preocupación por cuidar sus pertenencias arrebató las emociones de un plumazo. Comenzaba un nuevo y largo día, no quedaba tiempo para recordar. 

Otro amanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora