18. Gaspar

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La muerte le había dado una perspectiva distinta de las cosas. Luego de pasar un tiempo observando al resto de las personas, Gaspar había comprendido una cosa: las personas mienten mucho y lo hacen todo el tiempo. A veces mienten incluso cuando no tienen motivos para hacerlo.

A pesar de que llevaba un buen rato sentado sobre una de las encimeras de la cocina, ninguno de los presentes podía verlo. Tal vez si la joven llamada Ágatha le hubiera preguntado cuál era su historia, él se la habría contado y así no habría tenido que inventar toda esa sarta de barbaridades. El señor Eduardo Fuenteclara había partido sin dejar ninguna deuda más que las cuentas del agua y la electricidad. Tampoco habría sido capaz de matar a nadie, pensó Gaspar mientras se cruzaba de brazos. Solo esperaba que ninguno de los otros dos le creyera, en especial Jade.

Jade, Jade, Jade.

No pretendía asustarla la noche anterior, pero no se suponía que ella se le acercara tan de repente. Aquello había sido un accidente.

—No voy a hacerte daño —dijo después de unos segundos. Ágatha acababa de irse de la cocina y ella y Mat se habían quedado aparentemente solos.

Había esperado muchos años para volver a verla y le habría gustado que la situación hubiera sido distinta. Sus recursos eran más limitados que nunca.

—¿Tú crees que lo que dice Ágatha es cierto? No podría vivir sabiendo que mi abuelo hizo esas cosas —dijo y a Gaspar le habría gustado aparecer en ese mismo instante para asegurarle que nada de lo que había oído era cierto.

Don Eduardoo Fuenteclara no era un asesino ni lo había sido nunca. Era un hombre severo, eso es cierto, pero era también la persona más amable que había conocido. Él se había encargado de alimentarlo, de vestirlo y de darle una educación a la que él quizás jamás habría podido acceder por sus propios medios, ni siquiera con la ayuda de su madre. Don Eduardo no lo había matado a él ni a nadie.

—Las visiones de Ágatha casi siempre son... difusas —había respondido Mat— No se lo tome tan seriamente, puede haberse confundido con la muerte de alguno de los vecinos.

Gaspar frunció ligeramente el ceño.

—Patrañas —dijo en voz alta, aunque, por supuesto, nadie llegó a escucharlo.

Mat se fue también luego de un rato dejándolos solos. Jade suspiró y dejó caer la espalda en la silla.

—Espero que se haya equivocado —dijo en voz baja.

—Lo hizo —respondió Gaspar en el mismo tono.

Estaba hablando consigo mismo, no pretendía hacerse escuchar por la joven, pero de alguna forma, lo había conseguido. Gaspar pudo ver como Jade se ponía en guardia y comenzaba a examinar con la vista cada rincón de la cocina, desde el techo hasta las paredes. Lo siguiente que hizo fue correr la silla hasta el fondo, pegando así la espalda contra la pared.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó temerosa y aquel miedo no hacía más que romperle el corazón a Gaspar.

Antes ella no le tenía miedo.

—Lo siento —murmuró con la voz que usaba cuando no quería ser descubierto, pero Jade volvió a girarse en su dirección. Ahora lo miraba fijamente, casi como si pudiera verlo aunque Gaspar estaba seguro de que no podía. Los humanos no podían ver fantasmas a menos que ellos así lo quisieran. Aquella había sido una de las primeras cosas que había aprendido.

—¿Fantasma? —preguntó la joven antes de respirar profundamente— ¿Gaspar?

Él apretó los puños, también habría retenido el aliento si hubiera podido. Se movió lentamente hasta la mesa, luego hasta la silla que Jade ocupaba. A solo un metro de distancia, podía ver cómo su pecho subía y bajaba cada vez que respiraba. Ella también lo estaba viendo a él, o, más bien, sus ojos apuntaban a su dirección.

—Soy yo —murmuró un tanto inseguro— no quiero asustarte.

No sabía si Jade podía escucharlo con claridad. Ni siquiera sabía si lo escuchaba del todo. Las voces de los fantasmas siempre llegaban de formas curiosas a los oídos de los humanos: a veces como murmullos, otras como el sonido de una radio antigua sonando en otra habitación. Sea como sea, Jade había percibido algo y ahora alzaba una mano frente a él. Sus dedos temblaban suspendidos en el aire mientras que su rostro concentrado reflejaba una mezcla de miedo y preocupación.

Gaspar soltó un suspiro y alzó la mano también. Sus dedos se mantuvieron a cinco centímetros de distancia. Si aparecía ahora frente a ella, lo más probable era que la hiciera gritar, tal vez hasta la hacía correr despavorida como la vez anterior

Cuatro centímetros, tres centímetros, dos...

—¡Señorita Jade, las encontré! —el grito emocionado de Mat la hizo despertar del trance en el que se encontraba. Jade parpadeó un par de veces para volver a enfocar la vista en la puerta de la cocina y el pasillo. Recogió el brazo y cerró su mano en un puño.

—¡Ya voy, Mat! —gritó levantándose de la silla para salir de aquella habitación sin dejar de lanzar miradas de reojo a su espalda.

Gaspar solo hizo lo que cualquier fantasma habría hecho. Recargar la espalda en la pared para verla partir sin poder hacer nada, lo mismo que venía haciendo desde hace más de una semana. Si Jade supiera lo mucho que quería hablar con ella, seguramente lo escucharía.

Si las personas supieran lo solitaria que es la vida de un fantasma, seguramente no les tendrían tanto miedo.


El invitado de honorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora