23. Gaspar

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Su nuez de Adán subió y bajó cuando se aclaró la garganta y estiró los dedos antes de ponerse manos a la obra. La piel de la espalda de Jade estaba tibia, podía sentirla detrás del vestido, igual que la humedad que aún quedaba en su cabello. Gaspar deslizó el cierre en silencio; también se encargó del broche en el extremo de la tela mientras Jade miraba su reflejo en el espejo.

—No sé por qué creí que no te reflejarías —dijo llevándose el cabello hacia adelante para que no estorbara, aunque su melena estaba muy lejos del cierre.

—Soy un fantasma, no un vampiro —respondió Gaspar mientras examinaba su trabajo con seriedad en un intento de mantenerse tranquilo. Hasta entonces, no había apreciado realmente las ventajas de ser un fantasma: si hubiera estado vivo, de seguro se habría sonrojado y Jade se habría dado cuenta.

—¿Es difícil tocar cosas cuando eres un fantasma?

—En realidad es más fácil de lo que parece —respondió— puedo tocar casi todo lo que quiero. Solo hay que acostumbrarse. Es como si estuvieras tocando la superficie del agua: si haces mucha presión, tu mano va a pasar hacia el otro lado.

—¿Incluso con las personas?

Gaspar asintió.

—Las primeras veces que toqué a alguien solo terminé atravesándolo —dijo— aunque ellos tampoco se daban cuenta de que lo hacía una vez pude controlarlo.

Jade había dado media vuelta y ahora lo miraba de frente. Miraba también sus manos como si fueran el mayor enigma del mundo.

—¿Quieres intentarlo de nuevo? —preguntó el fantasma y ella sonrió.

—¿Si dejo que me toques, no vas a meterte en mi cuerpo como en las películas de terror?

—Nunca he poseído a alguien, si eso es lo que te preocupa —respondió.

Gaspar levantó una mano y Jade lo siguió. Recordaba las reglas de los fantasmas, pues no había dejado de pensar en ellas desde el momento en que las supo: los vivos solo pueden tocar fantasmas si son los fantasmas quienes inician el contacto. Un escalofrío le recorrió la espalda. Quizás cuantos otros fantasmas la habían tocado sin que ella se diera cuenta.

—Voy a hacerlo a la cuenta de tres —dijo Gaspar— uno... dos...

El tono de llamada de su celular por poco los hizo saltar del susto. Se miraron a los ojos durante un segundo antes de bajar la mano.

—Lo siento —dijo ella antes de voltearse hacia la cama para buscar el teléfono. Frunció el ceño nada más con ver aquel molesto número en la pantalla y terminó lanzando el aparato entre las almohadas con más rabia de la que pretendía y todo por una sencilla razón: simplemente tenía más rabia de la que podía disimular.

—¿Todo está bien? —preguntó Gaspar. Él nunca había tenido un teléfono propio, pero si esos aparatos hacían que Jade se enojara tanto, tal vez no los quería cerca.

—Sí, todo bien.

—¿No vas a contestar? —preguntó inocentemente y esperando una respuesta que no llegó. Tampoco era del todo necesaria, pues la mirada que Jade le lanzó habría sido capaz de eliminar casi cualquier duda. Aun así, Gaspar quería saber más— ¿Quién es?

—Alguien con quien no quiero hablar.

—Sí, ya lo veo—respondió— ¿pero quién es?

Jade lo miró de pies a cabeza antes de contestar, pensando si sería correcto o no contarle la verdad; después de todo, ¿qué tanto la juzgaría alguien como Gaspar?

—Es mi papá —dijo finalmente.

Gaspar no tuvo tiempo para preguntar más. El timbre sonó anunciando la llegada de Alan, que había llegado puntualmente como siempre lo hacía.


El invitado de honorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora