60. Alan

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¿Por qué guardaba lápices que ya no funcionaban? Se preguntó mientras dejaba de lado el tercer lápiz pasta de su lapicero que había pasado a mejor vida. Había pasado la punta tantas veces por el mismo camino letras que podía sentir las hendiduras en el papel si pasaba los dedos por encima. Tenía que terminar de corregir esos informes de aquí a la una o si no... Ya ni siquiera recordaba qué pasaría si no llegaba a hacerlo, pensó sacudiendo la cabeza para despertar y quitarse la modorra. La cosa era que tenía que hacerlo y punto.

La puerta de su oficina estaba abierta, lo que significaba que los demás podían entrar. Uno de sus compañeros, Hernán, entró golpeando la parte exterior con los nudillos.

—Oye, Alan, te buscan —dijo avanzando hasta el escritorio para sentarse en él, cruzar una pierna sobre la otra y robar uno de los dulces del pocillo que reservaba para los clientes. Alan era un aburrido, siempre tenía solo de menta y de anís— ¿cuándo va a ser el día en que tengas algo que valga la pena aquí?

—¿A qué te refieres? —preguntó Alan mientras pasaba por las páginas de su calendario en busca de alguna reunión que se le hubiera pasado. No tenía nada agendado para ese día a esa hora.

—Me refiero a masticables de frutas, gomitas y chocolate —respondió Hernán— esto es deprimente.

—Los dulces solo te arruinan los dientes —dijo poniéndose de pie mientras su compañero seguía buscando algo delicioso sin perder la esperanza— ¿quién me busca?

—¿Cómo?

—¿Quién quiere verme? Por eso viniste a buscarme.

—Ah, sí —dijo dejando de lado el pocillo para aflojarse la corbata— una señorita muy atractiva.

Alan se detuvo al escuchar aquellas palabras.

—Ya déjate de juegos, Hernán —dijo— ¿cómo se llama?

—No se lo pregunté —respondió él con una sonrisa divertida— no puedo hacer el trabajo de tu contador y de tu secretario al mismo tiempo.

Él bufó y negó con la cabeza. Si Hernán no le cayera tan bien la mayor parte del tiempo, ya lo habría despedido.

—¡Alan! —lo llamó antes de que saliera por la puerta. Él se detuvo en el umbral y giró el rostro para verlo sentado en su escritorio y desordenando todo cuanto tenía a su alcance— si no le pides a esa mujer una cita, ¿está bien si lo hago yo?

No sabía si era responsable de su parte dejarlo en su oficina, pero cerró la puerta a sus espaldas de todos modos antes de comenzar a caminar por el pasillo del piso. Alan se detuvo un segundo antes de llegar al recibidor. Podía ver su reflejo en una de las puertas de vidrio donde se arregló el cabello y verificó que todo estuviera en su lugar. Su camisa blanca estaba planchada, su traje no tenía pelusas y sus zapatos estaban lustrados. Relajó los dedos de sus manos y respiró. Todo estaba perfecto.

No importaba si se hablaba con un empresario o uno de los trabajadores de los cargos más bajos, era su deber mostrarse siempre preparado. Era la cara del banco, el futuro de su familia y el nieto más brillante de Eduardo Fuenteclara, se repetía mientras bajaba las escaleras que lo llevarían a la sala principal donde docenas de clientes esperaban a ser atendidos. Alan estaba preparado para todo, o casi todo, pensó en cuanto vio que no se trataba de un cliente, sino de su prima que esperaba sentada en uno de los sillones mientras leía un libro de bolsillo.

Puede ser que solo haya venido a hacer un depósito, pensó Alan detenido en las escaleras, aunque consciente de lo estúpido que era pensar de esa forma.

—¿Jade? —la llamó desde su lugar, a lo que la joven alzó la cabeza y le dio una sonrisa que por poco lo hace trastabillar y caer por las escaleras— ¿Qué estás haciendo aquí?

El invitado de honorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora